BIENVENIDOS A LA POSTERIDAD

Siempre han existido el Paraíso, los Campos Elíseos, las Islas Afortunadas, los Edenes o los Huertos de las Delicias, desde las afirmaciones de San Agustín y San Isidoro a las visiones más artísticas del Dante o El Bosco, en claves islámicas, cristianas o hebreas, por sólo hablar de nuestra cultura. Pero el tiempo es fugitivo y, con el viejo año, se nos van valores que guiaron nuestras vidas y acabaron en un mundo perdido donde reina el abandono de la historia y la falta de memoria.  A veces, pensamos, las cosas deberían ser como empiezan, ¿a quién le importan las despedidas?. Esperando tempos mejores, acudimos a ese viejo proverbio oriental, repetido como un mantra cada año por estas fechas, anunciando que “nada ocurre que no esté escrito: antes o después, lo que ha de llegar llegará”.  Y lo hará en un año de gran simbolismo, 8, número del infinito: equilibrio, abundancia, armonía, amistad, sabiduría, reflexión, creación y amor.

Tempus fugit. “Los días se arrastran y los años vuelan”, escribía Irène Némirovsky en 'El ardor de la sangre' en 1942. Claro que en los tiempos que corren, el genio de la época ha incorporado al imaginario de la vida póstuma algunos ingredientes propios que hacen furor en los países más ricos y modernos. En el libro “La perspectiva de la inmortalidad”, su autor, Robert Ettinger, pregunta a quemarropa: “Querría usted vivir para siempre, aquí, en esta tierra?”. ¿Imaginan un tiempo, sin medida, para hacer lo que a uno le apeteciera? ¿Cuánta vida es suficiente para quedar satisfecho o para saldar cuentas con el propio destino?. Durante el imperio romano, una “vida” significaba una media de 25 años. Hoy, la higiene, la dieta y los avances médicos han triplicado con largueza esa duración. ¿Tampoco basta esto?.

Millones de personas parecen querer más. Hacen ejercicio y toman vitaminas, porque no les gusta sentir que se hacen viejos. ¿Resultaría razonable pensar en los próximos 30 ó 40 años disfrutar la vida puede convertirse en un “perpetuum”?. Resulta que no sólo la esperanza había quedado guardada para los hombres en el fondo de la caja de Pandora, una vez que se liberaron todos los males; también quedaba la inmortalidad, algo que los dioses habían disfrutado tan privilegiadamente. Los pioneros de esta última frontera, que deja en ridículo a todas las demás, están seguros de que si uno se mantiene congelado y depositado en una cápsula, entre científicos, economistas y gente de fiar que garantiza las condiciones óptimas, es inevitable que en 50, 100 ó 1000 años –lapsos de tiempo que, desde la perspectiva del “inmortal”, son minucias– la cirugía médica habrá progresado hasta tal punto de que, tras resucitar al difunto encapsulado en frío, podrá reparar los otros daños de las células cerebrales y, de paso, las enfermedades, hoy incurables, que le aquejaron en su primera vida.

Parece que la “posteridad” no sólo atemoriza y que una de sus metáforas más afortunadas se reitera en el sueño de la muerte. Un sueño que, con las excepciones que atestiguan los más santos y espirituales, se resiste a apartarse de la tierra o aprovecha cualquier excusa para volver al mundo. Lo dice también Cervantes soñando ante el túmulo del rey en Sevilla: “Apostaré que el ánimo del muerto/por gozar de este sitio hoy ha dejado/ la gloria donde vive eternamente”.

Regreso a la dura realidad

La posteridad, como se ve, queda para los muy ricos, y así…Ciencia-ficción, por el momento. Pero lo bueno que tienen las películas de terror o de ciencia-ficción, que a veces comparten el mismo final, es que, con el “The end”, uno se levanta tras encenderse las luces de la cotidianeidad y cambia una sonrisa con los compañeros visionarios, anticipándose al regusto de comentar los momentos más acongojantes que pusieron en vilo el corazón. Muchos –incluidos los ojos inocentes de los niños y la vista cansada de quienes veían la muerte en un directo que no permitían ni agarrarse a la butaca del espectador– aún recordamos, como si fuera una película, la caída de aquellas Torres Gemelas, y tampoco pudimos dejar de preguntarnos si aquel humo denso y fulgurante de la nube roja y amarilla que explotaba en el costado de la torre gigante, no era verdadero cine. Parecía de cine, pero era la vida donde las luces de la cotidianidad no consigue devolvernos la hora anterior, como pasa con los peores sueños. Alguien había matado un pájaro y roto el paisaje. Alguien había forzado la historia y nos había metido, de hoz y coz, en una nueva era.

Desde entonces, lo que se llama Nuevo Orden Internacional parece convalidarse cada día en las declaraciones de los responsables políticos, los nuevos ajustes y recortes de los hombres de empresa, las previsiones de los gurús y los altos organismos, los “media” en general –internet, radio, televisiones, la prensa escrita residual ya– que nos obligan a instalarnos en el nuevo mundo como si fuera ya el imaginario popular de un parque temático. Lo que se palpa no es para menos: no hay caretas antigas como en la primera gran guerra y los vuelos trasatlánticos recuperaron el vuelo, pero sí ha habido una vuelta a la Biblia y los libros sagrados, más sexo siguiendo el “carpe diem”, bastantes más psiquíatras y miedo, mucho miedo a todo. Un miedo filmado y retransmitido “urbi et orbi” como en las mejores películas de aquel “sensurround” de nuestra juventud.

Claro que mientras unos sufren en vivo el dolor de la crisis, a otros les ha abierto la puerta de los grandes negocios. Compañías de seguridad, transporte terrestre, industrias farmacéuticas, entidades que venden patriotismo de toda clase, nuevas técnicas de comunicación o turismo interior. Cada uno hace su “septiembre negro” como puede. Para los observadores más conspicuos y los analistas más habilidosos, lo viejo ya no está y lo nuevo está por ver. La lógica de la globalización se ha impuesto y el sentimiento de inseguridad ha perdido también su carácter regional y se ha mundializado. Dice el historiador británico, Nill Ferguson, que “sin una autoridad imparcial definida, la globalización económica es demasiado inestable y exige la globalización política” ¿Querrá Donald Trump hacer de primer emperador, mientras “cae la República en medio de un estruendoso aplauso”? El Pentágono, el Imperio, consciente de sus deficiencias, solicita el aporte creativo de los guionistas de Hollywood. Una guerra y una sociedad que exigirán un patriotismo de nuevo cuño, porque se trata ya no de apoyar a los soldados, sino de que las familias consuman y se endeuden más, tirando del carro de la economía.

A esta parte del Atlántico, en la vieja Europa, se repite la misma palabra que declina todo Occidente: paciencia. Paciencia mientras la ciudadanía ve que se han ido recortando algunos viejos derechos liberales, como la inviolabilidad de nuestros mensajes o la información. La amenaza del terrorismo kamikaze, el desorden inesperado, la inminencia del peligro físico, el miedo a la muerte y la pérdida de un mundo globalizado son argumentos capaces de crear nuevos escenarios en los que la política, la economía y la sociología caminan sin norte claro.

La vieja Europa

Todo ese mundo occidental y occidentalizado queda reflejado en “The Square', la mejor película europea del año. La crónica furiosa, excesiva y vorazmente divertida de una Europa que se. O lo que queda de ella. Una comedia hilarante e incómoda que zarandea los tabús modernos. Una sátira que evidencia la ridiculez de nuestro tiempo con tintes paródicos que desenmascara en muchos aspectos la falsedad de nuestro tiempo. Cargada de una ironía retorcida, sarcástica y mordazmente divertida, “The Square” deja en evidencia nuestra ridiculez actual en la piel de un puñado de personajes extravagantes y peculiares que, aun dentro de su lógica interna, resultan incomprensibles en ese panorama ante los ojos del espectador.  En mitad de la película, un hombre imita a un gorila entre las mesas de una cena de gala.

Todo sucede en una abarrotada sala palaciega con los más lustrosos, lozanos y bien alimentados representantes de la sociedad sueca allí presentes. El primero, desnudo; los demás, debidamente trajeados para la ocasión. Se trata de una performance ofrecida por el museo de arte contemporáneo. Pero lo que empieza como una provocación, pronto adquiere el aspecto de algo mucho más grave. Y patético. No es tanto parodia, como la fría e incómoda constatación de lo ridículos que somos. De eso y de lo indefensos que estamos. Así como seres humanos en general y, ya que estamos, como europeos en particular.  No queda claro viendo “The Square” si su director, Ruben Östlund, se ríe del arte contemporáneo y todo lo que lo rodea o se está riendo también de sí mismo, ya que incurre en defectos conceptuales, supongo que de forma asumida, que son propios del arte que está ridiculizando.  Y si se ríe de sí mismo, el resto de los europeos no estamos muy lejos de él.

Gracián dixit

Y del futuro al pasado, a los viejos clásicos que tanta enseñanza inmortal nos aportan siempre. Este año que se inicia también celebramos aniversario de aquél aragonés inmortal llamado Baltasar Gracián, maestros de la sátira del mundo  a la vez que mirada descarnada sobre la hipocresía social, y  autor de “El Criticón”, pero reconocido internacionalmente por unos aforismos que fueron, y son, fuente de inspiración para ejecutivos, cazatalentos y triunfadores de todos el mundo. Es bueno recordarle en esta despedida del año y aprender de sus pensamientos lapidarios si queremos que nos alumbre y guíe en el nuevo.

Un hombre que predicaba cómo “la integridad sola no bastaba”, que “hay que tener algo que desear para no ser felizmente desgraciado”, que “el verdadero camino de la estima consiste en saberse presentar” y que “en los trances más difíciles no hay que pensar, sino actuar” tenía que encandilar por fuerza a los triunfadores del mundo actual. Un jesuita que vivió a su aire, que se supo granjear amigos poderosos y que predicaba y escribía pensamientos un tanto heterodoxos para su época que le valieron una fuerte censura de sus superiores. Los filósofos alemanes de los últimos siglos –fue una especie de gurú para pensadores de la talla de Schopenhauer, Nietzsche, Hobbes o Sartre– y los tecnócratas de todo el mundo lo eligieron como modelo del pensamiento práctico, pragmático, político, económico y social.

El secreto de Gracián reside en exponer un arte de vivir basado en principios de gran utilidad para los que hoy dirigen el cotarro financiero mundial: eleva a lo más alto los principios de la discreción, el éxito, el disimulo, la perspicacia, la política de la conveniencia y otros similares que son los que le conducen, de forma rápida y tajante, a la conquista de la fama. El Maquiavelo español pasaba por ser un pensador muy oportuno para un tiempo materialista donde prima lo pragmático y utilitarista, un tempo en el que han desaparecido casi todas las utopías. Los yuppies sociales, los arribistas financieros, los políticos mediocres y los triunfadores sin escrúpulos han encontrado en el autor del “Oráculo manual y Arte de la prudencia” a su máximo santón.

Gracián nos alertó de que “lo bueno, si breve, dos veces bueno”, que”no hay mejor desaire que el continuo donaire, que “son tontos todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen”, que “las verdades que más nos importan vienen siempre a medio decir” y que “no hay monstruosidad sin padrinos”. Una de las máximas más celebrada es que “nunca, por la compasión del infeliz, se ha de incurrir en la desgracia del afortunado”. Todo un catálogo de buenos consejos para iniciar un felicísimo, próspero y solidario año que empieza.

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