CARPE DIEM, pues los buenos tiempos no volverán nunca mais
“Si la vida son dos días, ponle salud y alegría”. La célebre frase de Horacio tiene hoy más vigencia que nunca. Carpe diem, vive la vida y aprovecha la juventud o recupérala en lo que aún puedas, no dejes pasar impávida la fortuna, vive intensamente las sensaciones, retrasa el tiempo envidioso, prolonga el cuerpo y disfruta de los más selectos productos que te ofrece la sociedad de consumo. Vive lo que nadie vive, porque el tiempo se va, se va, se va...y ya se ha ido.
Muchas formas, modos de felicidad apenas catalogables. San Agustín –una autoridad en el tema– decía que tenía recogidas por lo menos 289 opiniones sobre el tema de la felicidad. En el libro "Historia de la felicidad", de Fulvia de Luise y Guiseppe Farinetti, aparece una variada casuística de la felicidad por géneros, grupos sociales y edades. Y no a todos les sale lo mismo del cuerpo, esa máquina incombustible productora infatigable de sueños y deseos, durante el tiempo de vida que le marcan las Parcas.
Para muchos, el "carpe diem" es sencillamente estar allí, en el sarao, la plaza, el baile del Emperador, con Sissi, la Feria de Sevilla, en la punta de la Eiffel o en los umbrales de la Casa Blanca; para otros, pillar el catálogo completo de un supermercado ideal y fabuloso; para los de más allá, o acá, el amor, o el amor número 1999; y la salud; y ser más rico que Creso; u ocupar un buen puesto en el escalafón celestial, como pedía al mismo Dios la madre de los Zebedeos. Los hay hasta para quienes bastaría con seguir siendo Peter Pan, hasta el final de los días.
Los estudios sobre otras variantes del "carpe diem" llenan una buena parte de algunas bibliotecas. Por ejemplo: “los momentos únicos de mi vida”, “tras el elixir de la eterna juventud”, “la fenomenología de las sensaciones, o "cómo ajustar con precisión, para un óptimo rendimiento, los cinco sentidos”, “las experiencias que nadie se atrevió a tener”. Como se ve –y, como en todo– aquí también existe la casuística, el raro y el incunable. Es cosa de ponerse a buscar y no dejar que pase su ocasión.
Hace unos años, un grupo de psicólogos británicos, bajo la dirección de Pete Cohen, compusieron una fórmula para medir la felicidad. Había, simplemente, que contestar a poco más de una docena de preguntas. La fórmula era ésta: Felicidad = P + (5xE) + (3xN), donde P representa las características personales (filosofía de la vida, adaptación a su entorno, resistencia interior); E, como variable más importante, ya que se multiplica por un factor de 5 que es salud, estabilidad económica y amigos; por fin, N, que son las necesidades básicas de autoestima, expectativas, ambición y el humor.
A lo largo del libro, los investigadores de Pete Cohen estudian las actividades que más felicidad proporcionan a los encuestados. Y resulta que los más felices –como era de esperar– practican con buena frecuencia sexo, ven ganar a su equipo, tienen una familia normal o viven en una casa con espacio y luz. Los encuestados ingleses destacan la explosión de felicidad que les produce especialmente un aumento de sueldo, y las ciudadanas estadounidenses la felicidad hasta las lágrimas de constatar que se ha perdido peso.
El corolario del libro de Pete Cohen no olvida añadir unas palabras sobre el "Carpe Diem", ciertamente en mayúsculas: “Hay que disfrutar cada momento de nuestra vida, porque es demasiado corta”.
El mundo de los sentidos
La del "carpe diem" es una reflexión, entre hedonística y filosófica, que debiéramos hacer, al menos, cada 15 ó 16 años, la mitad de una generación humana y un quinto de la duración de una vida actual. La verdad es que, de forma sesuda y peripatética, o sólo entrevista por el rabillo del ojo, apenas al trasluz de un momento, la idea del "carpe diem" viene y se va muchas veces más; en ocasiones se para y se queda como una foto fija durante unos segundos eternos; y, en otras, pasa como un escorzo, en cualquier vistazo suelto, sin necesidad de que sea durante los solemnes y sentimentales últimos minutos de cada año , los del cava y las uvas, bajo los campaniles nacionales.
Pero es que, además, ¿se trata de una idea?. Porque lo del "carpe diem" tiene más que ver con los barruntos del cuerpo y las sabias revelaciones del puro instinto. Y ni siquiera faltan los que hasta hablan de reminiscencias, seguramente por dar un toquecito oriental al tema. Pero, con un formato o con otro, así se vive, como sensación –desazonada o rebosante de plenitud momentánea– bajo el conjuro de imágenes tan consagradas en las historias del gusto como son una copa a rebosar, o como es la vieja manzana edénica mordida a sabor, entre deliciosos resabios de culpa. De todo dio cumplido testimonio artístico la pintura de bodegones hispanos, que los franceses llamaron naturalezas muertas de forma tan horrible y los ingleses "still life", tan filosófico. Hoy se identifica mucho más con el "carpe diem" –en este caso, su lado gastronómico– la imaginativa escritura de la nueva cocina en sus tablas de menús, con un lenguaje tan fastuoso que en sus pobres referencias de imágenes. Idea o sentir –porque el "carpe diem" da para mucho juego, tanto a cerebros como a corazones– ha dejado un rastro bien marcado y una prestigiosa estela en la literatura y las artes. Nuestro Miguel de Cervantes se refiere, en Don Quijote, a unos cultivadores del "carpe diem" bastante insólitos, sacados del bajo pueblo, exactamente de un arrabal de Málaga en los aledaños de la Alcazaba, allá por el siglo XVI: los habitantes de un barrio llamado Perchel o Percheles, del lado allá del río Guadalmedina, gente díscola, libertaria, tanto más industriosos cuanto más apretaba la necesidad, y gentes hechas a vivir al día. Una acepción del "carpe diem" que tiene derecho a su lugar bajo el sol. Cervantes se refiere a estos vecinos de los Percheles como muestra contemporánea del pícaro vividor, necesitado, por imperativos obvios de la más elemental existencia, de ir viviendo la vida como mucho de 24 en 24 horas, en fin, de sol a sol, porque la precariedad de la existencia a veces no da para más.
Barateros, granujas de calle y vividores de ocasión, son la mejor muestra de un friso de personajes del bajo mundo, casi en la alcantarilla social –la pintura de Murillo y de Velázquez tampoco se olvidó de ellos– pero no menos genuinos apóstoles de la filosofía de la vida que sigue lo del "aquí te pillo, aquí te mato", a la hora de gozar lo que traiga la hora de cada día sin más dilaciones ni miramientos, ceñidos a lo que un economista llamaría hoy pura coyuntura.
Y, sin embargo, con ser tan real e incuestionablemente peatonal, no suele ser éste el personaje ni el modelo que nos trae la imaginación a la mente cuando se habla de los tipos más representativos del "carpe diem", los que lo viven o –aún más, muchísimos más– los simplemente acuciados por la idea y las sensaciones de este imperativo.
Más que en una mesa bendecida por el Señor de la Última Cena o sobre los zafios mostradores populares que sirve el ventero, imaginamos al buen degustador de la vida en otros escenarios: en aquellos viejos monasterios medievales que recordaba Umberto Eco en "El nombre de la rosa", en las salas palaciegas cuando, tras la época feudal, los nuevos dignatarios reales pugnaban por atraer a sus nobles a la corte.
En torno a la mesa sibarita de un banquero decimonónico o a la no tan bien surtida, pero tanto o mejor seleccionada, degustación a la sombra de un parterre eclesiástico, como de los que puede recordar el príncipe Tomasi de Lampedusa en su único libro, "El Gatopardo", o a la sombra no menos placentera de alguna tienda sultanesca, bien provista de agua, dátiles, carne, dulces, zumos y tiempo y espacio suficientes para degustar –sin teléfonos ni agenda– los más simples y antiguos placeres de la vida.
Carpe noctem
Es en estos nuevos escenarios –nada ajenos a los que frecuentara siglos antes también el romano Petronio– donde cabría ahora dar lectura a los versos del latino Horacio, autor –que no el único, naturalmente– de una de las expresiones más celebradas de sentir del "carpe diem": “sapias, vine liques; dum loquimur, fugerit invita aetas: carpe diem...”. O lo que es lo mismo: “Sé sabio y saborea tu vino, porque ya se está yendo el tiempo en lo que lo contamos. Vive este momento, y no te cuides demasiado del mañana”, dicho sea en una traducción irreverente.
Aunque, según los especialistas, está, tras el consejo, más el rostro ecuánime del estoico que el del hedonista, cuando unos versos más arriba dice Horacio que no viene a cuento preguntar ni querer saber lo que nos tengan dispuesto los dioses, y que lo mejor es aguantar el tipo para apechar con lo que sea. Del sazonado consejo clásico todos dimos por bueno que se hincara el tenedor en el bocado más suculento, máxima breve de dos palabras: "carpe diem", pilla la vida, que dicen hoy los jóvenes metidos hasta el codo en la faena de vivir. Aunque aquí cabría hablar de una enmienda: que, en su caso, es más bien carpe noctem.
Metidos en sus cuartos de visión televisiva y pernocta, entre el 85% y el 95% por ciento del personal, lo que es decir, con los adultos en retreta, los jóvenes de la noche parecen campear solos –en un espacio que la oscuridad parece dilatar aún más– y tener la sensación de tocar a más en lo de los disfrutes. Y si para Horacio el envidioso es el tiempo que contempla el vivir de los humanos, en esta última década los envidiosos hemos pasado seguramente a ser todos los adultos, que contemplamos desde la butaca de invitados de piedra, una noche convertida fabulosamente en meridiano de la diversión.
Pascal Bruckner – aquel periodista culto que nos sorprendió con "El nuevo desorden amoroso"– pone a la juventud a caldo, hablando de estos asuntos, pero más parece que sean culpables los tiempos que las gentes.
El hecho es que una legión de jóvenes vive su vida siguiendo la vieja estrategia –es vieja, pero antes se la podían permitir muy pocos– de una irresponsabilidad feliz. La tentación de la inocencia, que permite disfrutar los beneficios de la libertad y de un consumo de bienes considerable, sin grandes contraprestaciones, mientras el cuerpo y la propia familia o el propio sistema aguante.
El otro título es "La euforia perpetua", que habla de cuando la felicidad se convierte en obligatoria y el no-feliz, no-resultón, no-joven, no-guapo, no-sano, el gordo, el viejo, el depre, se transforma en un espécimen sospechoso, aguafiestas y francamente fuera de tono y de lugar. Que la juventud y la estética ocuparan los frontispicios de los templos y los edificios cívicos no resultaría nuevo; pero sí que la tan moderna felicidad vaya por delante de aquellos valores –piedras angulares– de la justicia, la amistad y el amor; en la atmósfera falsamente dulzona de aquella publicidad omnipresente que se describía en "Un mundo feliz", de Huxley, y mientras se dejan metidos en el armario, bajo siete llaves, el sufrimiento, la enfermedad y la muerte, de tan pésimo gusto y tan chocantes en una sociedad que –como repite Vicente Verdú, en "El estilo del mundo"– ha pasado desde un capitalismo de producción y un capitalismo de consumo a un capitalismo de ficción.
Una cuestión de Occidente Con todo, la película "La pasión de Cristo", fenómeno en España hace una década, resulta visible para muchos. ¿Será porque es un sufrimiento especular y que, dure lo que dure, nos dejará luego como nuevos, cargados de datos para el comentario, secos para un buen trago de cerveza? ¿Será porque es un bien cultural, promocionado desde los púlpitos mediáticos la publicidad y las revistas de moda? ¿Por qué estaba en el catálogo de lo actual? (Se dice que la publicidad acaba siendo un inmenso catálogo de versiones felices: de saldo satisfactorio) ¿O será por esa ley de la relatividad de los sentimientos de que habla el premio Nobel, Daniel Kahneman, según la cual las personas tendemos a compararnos con los demás y solemos preferir estar peor en términos absolutos si mejoramos en términos relativos con respecto a otras personas; en este caso, con respecto al sufrimiento de muchos del ancho mundo, en los que–¡qué menos!– hace pensar la película?
Para el francés Bruckner la cosa de la sociedad bienaventurada no es un hecho tan insólito, porque “la voluntad de felicidad es una pasión propia de Occidente”. Y occidentales somos y nos fuimos haciendo mientras se fraguaban nuevas ideas y sentimientos al calor de las crisis incandescentes que le tocaban a Europa, especialmente desde el XVIII. Y, tras aquel esmerado, racional y no menos apasionado siglo, se quiso aquí y ahora –¡se parece tanto al año 68 del siglo XX!–– el viejo Paraíso de todas las bondades que la Iglesia había situado siempre fuera de este mundo.
Así que, en consecuencia, la felicidad debe llevarse con lo puesto –Voltaire decía llevarla siempre, a donde él fuera, con las botas, el sombrero y la ropa interior, suponemos– en el cada día, sin la menor necesidad de señalamiento festivo en los calendarios, y, sobre todo, a todos nos toca examinarnos de ella, en las expresiones que son susceptible de tales controles cuantitativos, como la salud y el sexo. ¿Tengo, verdaderamente, una vida sexual feliz?
Difíciles respuestas, cuando la felicidad es una abstracción, que representa, en potencia, todos los placeres posibles: una “virtualidad sin límites. Difícil elección de los bienes y los servicios idóneos, con tantas recetas de felicidad en el mercado y tantos productos garantizados de éxito.
Salud y sexo Con lo que el sexo y la salud resultan careos insobornables de la felicidad y su piedra de toque más genuina. Camas de dormitorio conyugal y duras camas hospitalarias, convertidas en lechos de Procusto, proporcionando las medidas científicas del homo felix, que significa tanto feliz como fructífero. Con tales referentes –puesto el listón a tal altura de felicidad, amor y guapeza– a los frustrados no les cabe sino engordar comiendo chocolatinas, contemplar sesiones maratonianas de visión de famosos, comprarse un todoterreno para circular por las callecitas de la ciudad vieja o pedir cita al siquiatra por si cupiera aún algún remedio.
Otro pensador –éste alemán–, Peter Sloterdijk, nos da razones aún más deprimentes para seguir a tocateja y sin la menor dilación el consejo clásico del "carpe diem". Sloterdijk –quien avisa no es traidor– no es sólo filósofo, sino también alemán, y además, por ello, compatriota de los más grandes pesimistas del mundo: Heidegger, Schopenhauer, Nietzche... Hágase a la idea. Pues bien, Peter Sloterdijk nos avisa de que nos hallamos en una era colocada entre el aviso y la realización de una catástrofe. Ahí queda dicho. Con lo que el "carpe diem" resulta la estrategia obligada, si no se ha pedido cita con un confesor cristiano o uno no se ha inscrito en un curso de filosofía Zen. Sólo sirve de consuelo ante una hipótesis tan inquietante y drástica como la de Peter Sloterdijk que las principales obras en que expresa estos pensamientos aparecían en los ochenta, unos años tintados de pavor por los desastres nucleares como el de Chernobil.
Pero la mente de los filósofos alemanes no se muda en una década. La idea es que la primera fatalidad de Occidente vino tras la desilusión de los sueños ilustrados; la razón, como sabía Goya, también tenía capacidad para articular sus propios monstruos; el progreso contínuo se reveló falso y los enfrentamientos bélicos del siglo XX lo mostraron. La segunda fatalidad, la de los hombres post-modernistas, está por ocurrir. ¿No habrá pensado Sloterdijk en mochilas con artilugios nucleares?
Del todo apocalíptico, y las predicciones de que ocurrirá lo peor y que las cosas irán de la peor manera que puedan ir las cosas. Algo más propio del talante inglés que del alemán. Existen varias de estas leyes: una es la ley de Sir Thomas Gresham, un financiero que tuvo gran prestigio en la Inglaterra de Isabel I, y dice así: “Cuando en un país circulan dos monedas una de las cuales es considerada por el público como buena y la otra como mala, la moneda mala desplaza a la buena”. Sir Thomas hablaba de economía, pero los sociólogos hablan de la verdad general de la ley en registros mucho más amplios.
Mientras llega el final...
Así que para Sloterdijk estamos “en el intervalo entre los pronósticos de lo peor y su realización”: es la moneda mala. Pero mientras llega el Apocalipsis, estamos en la época de prórroga o en la moratoria, que –¡más nos vale!– no tiene tiempo fijo, pues “deja abierto el día y la hora” y hasta la causa de la catástrofe.
Razón de más para no mirar al futuro, tal como aconsejaba Horacio. Si, de todas formas, nos lo tenemos que imaginar, mejor con el maravilloso lenguaje de este inglés, el gran Shakespeare, cuando da voz al Próspero de "La Tempestad": “ Los templos solemnes, el inmenso globo/ y todo lo que en él habita, se disolverá / y, tal como ocurre en esta vana ficción / desaparecerán sin dejar humo ni estela / Estamos hechos de la misma materia de los sueños / y nuestra pequeña vida cierra su círculo como un sueño”. Nunca el "carpe diem" adquiere mayor contundencia que en esta modalidad de la muerte súbita, “porque la muerte, el accidente, el volcán, no esperan ni responden a un plan”.
La naturaleza, a solas, es absurda. El periodo de luz que señala cada día de un calendario –en una situación como la del terrorismo, por ejemplo– comienza con la mañana y acaba cuando se pone el sol: “¿Qué más dosis es posible absorber que las interminables 24 horas? ¿Cómo ser tan insensato como para hablar proyectivamente de vivir?”.
LAS ESTADÍSTICAS DE LA FELICIDAD
Para los viejos filósofos, como Platón o su secuaz Plotino, la felicidad debería ser una cuestión de Estado. Porque, por una parte, resulta irresponsable dejar su tratamiento a poetas y pensadores apeados de la calzada común y, por otra, dejar que una vivencia tan relevante se viva al albur de lo que es la pura necesidad: que cada uno tiene que ser feliz a su modo.
¿En qué queda, entonces la cuestión de Estado? Pues, ni más ni menos, que en poner los parámetros que garanticen que quien pueda, de vez en cuando, ser feliz, que lo sea. Para Fernando Savater, estudioso de la ética, a veces la sociedad nos pone en un talante que resulta incompatible con el que es acorde para tener las vivencias de la felicidad. Por ejemplo, para la sociedad española en su conjunto, los años de la dictadura, e incluso hasta los años ochenta del siglo XX, no se daban buenos tiempos para ser feliz. Ya en 1984, sin embargo, un 84 por ciento se declaraba bastante o muy feliz. Parece que pasaban los tiempos tenebrosos de "El pisito" o de "Vente a Alemania, Pepe".
Más de una década después, para 1997, el mostrador cívico de este país se despachaba una felicidad de más tomo y lomo, más culta y sustanciosa: según el CIS, Centro de Investigaciones Sociológicas, la felicidad aumentaba: el 87 por ciento se declaraba ahora feliz o muy feliz.
En septiembre de ese mismo año fue cuando se celebró en Madrid el I Congreso Internacional sobre la Felicidad. El lema de los investigadores fue: "La felicidad es una actitud, un deseo y un deber". Con tanto contenido, el debate quedaba garantizado. Otros motivos de discusión aportaban los estudios académicos; el de un grupo de psicólogos de la Universidad inglesa de Warwick insistían en que “la alegría y el buen humor puede disminuir la capacidad racional del ser humano.” (Los británicos parecían actuar bajo el temor de que alguna gracia latina pudiera hacer reir a Hamlet).
Pero las investigaciones regulares del CIS son las que parecen ir aportando más detalles de este tema. Ahora se preguntaba por los contenidos de la felicidad, no sólo aquello que nos hace felices, porque hace prender la espita que nos catapulta al goce, sino aquello que son las bases y, en términos jurídicos, el sine qua non.
Pues bien, en 1984, tener un buen trabajo y ganar dinero estaba por delante de todo, hasta por delante de una familia feliz. Después aquello cambiaba, porque se pusieron como lo más importante cosas del alma, como el calor de los seres queridos o la amistad. En los noventa, sólo 26 de cada cien personas pensaban que el dinero era lo que más. A finales de los noventa el país parecía hallarse en una navegación de ir descubriendo las cosas y las relaciones cotidianas: la “charla con los hijos”, la “amistad en el trabajo”, “pasear” con los abuelos o los viejos amigos, la “complicidad con la pareja”...
La felicidad se convertía cada vez más en una cosa de momentos, y consistía en vivencias sencillas y naturales, en la línea de la sentencia del español Séneca: “La vida feliz es la que está conforme con su naturaleza”.
Con lo que había que cuidar esos preciosos instantes, dulces estados transitorios, del llamado kairós, o tiempo presente efímero y fugaz. El también español Abderramán III, que un día decidió contar los días que había sido feliz, había descubierto la rareza de la felicidad: no logró contar más de 20 días felices en toda su vida de boato y grandeza en la musulmana Córdoba.
Los aspectos objetivos y subjetivos del estado de felicidad –de los que el enamoramiento constituye un insigne ejemplo– siguen llenando libros en el país, celebrados ya casi 40 años de la Transición. Interesa el fenómeno de ese estado que conlleva “una revolución orgánica en el cerebro”, con ajetreo de endorfinas –una sustancia de efectos comparables a los opiáceos– que se fabrica en los núcleos del tallo cerebral- y otras sustancias sintetizadas por las neuronas, como la serotonina, la noradrenalina y la dopamina. Un estado capaz de alterar a cualquier entorno y volverlo feliz. ¡Que tal combustión sea susceptible de convivir con recatos de mesa camilla, chisporreteo de leños en la chimenea, en convivencia con una copa y muelles cojines para el descanso!
Otros estudios, como el del CIRES, sobre la Realidad Social en España, concluía con otros interesantes datos: el 78 por ciento de los madrileños, vascos y catalanes se consideraban realmente felices, y se ponían con ese porcentaje a la cabeza del ranking. A continuación iban valencianos, castellano manchegos, gallegos, castellano leoneses y andaluces. Los menos felices de todos – mostraban un 75 de descontentos frente a sólo un 23 de felices– los canarios, a pesar de vivir en las Islas afortunadas.
Claro que esto son encuestas y con las encuestas ya se sabe. Pero lo que no deja de ser una verdad es que si no nos preguntamos si somos felices, a lo mejor nos morimos sin saberlo.
EL CARPE DIEM HISPANO
Imagínense de quién se habla. “Un excelente apetito por los placeres de la vida”. Es la última línea de un reportaje dedicado a nuestro país y que pertenece al número del día 8 de febrero de la revista Time; la portada estaba ese día dedicada a España y de España, naturalmente, hablaban los reporteros.
Este país –sin ir más lejos– se les aparece a muchos millones de los habitantes de este planeta como uno de los más de moda, vitales, marchosos y lanzados de cabeza –con agua o sin agua en la piscina– al futuro. ¿Quién con más derecho a ser uno de los candidatos más serios al galardón del "Carpe diem", si lo hubiera? Que los japoneses nos vean beatos, religiosamente trascendentes, farrucos y bastante perezosos, nunca extrañó a nadie, pero es que ahora nos ven, sobre todo, divertidos. Por lo visto perdemos el truculento careto de los latinos pobres y nos hacemos latinos guapos, sin empalago de asentar cátedra de vividores.
Catherine Lee Bates también le dedicó, de parte del New York Times, tiempo al tema de la nueva imagen de España. Washington Irving, otro americano enamorado –en este caso de una España mucho más brava, nocturna y castiza– ya había contado a sus compatriotas las cosas de este país y la Junta de Andalucía le devolvió el favor dándole su nombre a una ruta turística entera. Otros hablan de aquella piel de toro de Orson Welles, que es otra saga y fuga, tal como James Markham lo acaba de hacer de "La España de Hemingway".
Pero ahora los turistas son legión: parece que más de 52 millones y medio de turistas, diez millones más que los naturales o naturalizados que habitamos el país. De las 640.500 viviendas que se construían en 2003, 100.000 son para extranjeros que bien nos quieren.
Hasta dicen que tenemos el mejor rincón del Mediterráneo, con ser el Mediterráneo uno de los mejores rincones del mundo. Nadie lo diría con la mayor tasa de desempleo de toda la Unión Europea, con una economía apoyada en pilares tan poco de fiar como la construcción y el consumo, con un I+D sesteante y un Congreso a quien no empalagan los rifirrafes con metralla de pedazos enteros de la tarta constitucional, en su 25 Aniversario.
Pero es que, se mire por donde se mire, el país, de momento, está que es un primor: comida, cine, música, literatura, negocios, arquitectura, deporte... Los chefs españoles, entre la pura crème. El vasco Juan Mari Arzak utilizaba hace poco –en un escaparate ferial internacional– una máquina de café para producir su langosta expreso y Ferran Adrià una máquina de algodón dulce para su versión momificada del salmonete. Y es que los japoneses lo han sabido ver: los españoles hasta tenemos humor, para desleir un poco el genio en bruto. En deporte, véase Fernando Alonso o el chaval-tenista Rafael Nadal. Los futbolistas estrella. En arquitectura, Santiago Calatrava, reconstruyéndoles Manhattan, por debajo del punto cero, a los neoyorquinos. En otras artes, Tamara Rojo, en el Royal Ballet de Londres o la Bollaín pisándole los talones a Pedro Almodóvar.
¿Quién da más? Que este país va, de momento, a por todo. Que esto es el "Carpe Diem" histórico-nacional, hoy llamado Marca España.
"SE DESPIDE UN AMIGO"
Algunos años antes de perder el "norte", el escritor Gabriel García Márquez envió una carta de despedida a sus amigos, y gracias a Internet fue ampliamente difundida. Este corto texto escrito por uno de los latinoamericanos más brillantes de los últimos tiempos es verdaderamente conmovedor
1.- "Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo y me regalara un trozo de vida, aprovecharía ese tiempo lo más que pudiera".
2.- Posiblemente no diría todo lo que pienso, pero en definitiva pensaría todo lo que digo.
3.- Daría valor a las cosas, no por lo que valen, sino por lo que significan.
4.- Dormiría poco, soñaría más, entiendo que por cada minuto que cerramos los ojos, perdemos sesenta segundos de luz.
5.- Andaría cuando los demás se detienen, despertaría cuando los demás duermen.
6.- Si Dios me obsequiara un trozo de vida, vestiría sencillo, me tiraría de bruces al sol, dejando descubierto, no solamente mi cuerpo, sino mi alma.
7.- A los hombres les probaría cuán equivocados están al pensar que dejan de enamorarse cuando envejecen, sin saber que envejecen cuando dejan de enamorarse!
8.- A un niño le daría alas, pero le dejaría que él solo aprendiese a volar.
9.- A los viejos les enseñaría que la muerte no llega con la vejez, sino con el olvido.
10.- Tantas cosas he aprendido de ustedes, los hombres...
11.- He aprendido que todo el mundo quiere vivir en la cima de la montaña, sin saber que la verdadera felicidad está en la forma de subir la escarpada.
12.- He aprendido que cuando un recién nacido aprieta con su pequeño puño, por primera vez, el dedo de su padre, lo tiene atrapado por siempre.
13.- He aprendido que un hombre sólo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo, cuando ha de ayudarle a levantarse.
14.- Son tantas cosas las que he podido aprender de ustedes, pero realmente de mucho no habrán de servir, porque cuando me guarden dentro de esa maleta, infelizmente me estaré muriendo.
15.- Siempre di lo que sientes y haz lo que piensas.
16.- Si supiera que hoy fuera la última vez que te voy a ver dormir, te abrazaría fuertemente y rezaría al Señor para poder ser el guardián de tu alma.
17.- Si supiera que estos son los últimos minutos que te veo diría "te quiero" y no asumiría, tontamente, que ya lo sabes.
18.- Siempre hay un mañana y la vida nos da otra oportunidad para hacer las cosas bien, pero por si me equivoco y hoy es todo lo que nos queda, me gustaría decirte cuanto te quiero, que nunca te olvidaré.
19.- El mañana no le está asegurado a nadie, joven o viejo.
20.- Hoy puede ser la última vez que veas a los que amas. Por eso no esperes más, hazlo hoy, ya que si el mañana nunca llega, seguramente lamentarás el día que no tomaste tiempo para una sonrisa, un abrazo, un beso y que estuviste muy ocupado para concederles un último deseo.
21.- Mantén a los que amas cerca de ti, diles al oído lo mucho que los necesitas, quiérelos y trátalos bien, toma tiempo para decirles "lo siento", "perdóname", "por favor", "gracias" y todas las palabras de amor que conoces.
22.- Nadie te recordará por tus pensamientos secretos.
23.- Pide al Señor la fuerza y sabiduría para expresarlos. Demuestra a tus amigos y seres queridos cuanto te importan."