Calidad de vida, la utopía pendiente
El índice de la felicidad y la calidad de vida se imponen, ante la ambición y las ansias de poder, como nuevos parámetros para medir el progreso de una nación, especialmente en unos momentos de carestía y cambio generacional como los presentes. El negocio de la calidad de vida, el tiempo libre, la autorrealización, la alimentación sana y cualificada, el deporte, la sanidad y el ocio bien empleado se erigen como el tesoro más preciado de las nuevas generaciones. Todo consiste en saber a qué se debe renunciar y qué es lo más recomendable para ser nosotros mismos.
Vivir como Dios no pasa de ser una genial expresión, de la que apenas se priva ningún idioma del mundo. Pero no hay dinastía de dioses que se limite, a la hora de vivir una verdadera vida divina, a su Olimpo, a su Cielo o a su Valhalla.
Una vida para hacerse divina necesita la sal, la pimienta y los otros agridulces que caracterizan al común de las vidas más humanas. No basta la ambrosía, ni las cítaras celestes para un buen registro de los ingredientes que deben colmar el cuerno de la abundancia, que exige una buena vida de la estratosfera para abajo. Aunque resulta muy difícil definir qué sea eso de la calidad, cuando se aplica a nada menos que al viejo, diverso y experimentado vivir humano.
La Organización Mundial de la Salud, en sus primeros estudios, se fijó especialmente en las condiciones más objetivas y observables que podían determinar una buena vida, una vida como Dios manda: la salud, la alimentación y otras necesidades más centrales, satisfechas de un modo u otro, dentro de cada cultura. Un autor clásico en estos trabajos, Diener, introdujo otros aspectos más subjetivos que tendían a la evaluación personal del concepto de calidad de vida.
Dentro de su teoría de bienestar subjetivo, Diener subrayaba las pequeñas y fragmentarias felicidades de los individuos, de acuerdo con sus metas personales, tal y como éstas se interpretaban en los patrones culturales.
Viendo las cosas desde otra perspectiva –haciendo girar una simple vuelta a ese tubo prismático que es el calidoscopio–, las teorías cognitivas insisten en la comparación. Todos nos comparamos y miramos al trasluz de otras realidades mejores o peores. Y en una sociedad consumista parece sencillo y obligado la comparación entre los grandes bienes o servicios básicos –vivienda, educación, salud, nutrición, seguridad, movilidad vial, etc. – que se tienen o no se tienen, que se tienen en más o se tienen en menos que lo que vemos en los demás.
Aquí –todo hay que decirlo– menudea de día en día, cada vez más, la crítica a los criterios que se han venido usando, los que medían con el rasero de “las sociedades con orientación al consumo”. Así, el presidente de AUC –la Asociación de Usuarios de la Comunicación–, aún reconociendo que “uno de los rasgos que más diferencia a la sociedad de las últimas décadas es la progresiva importancia del consumo como elemento definitorio de la posición social de los ciudadanos”, cree que, frente a esta situación, el siglo XXI puede ser el siglo de la calidad de vida, “del mismo modo que el siglo XX ha sido el siglo del consumo”, y que el nuevo ciudadano será ya menos pasivo y entregado de pies y manos a la seducción de las ofertas consumistas, y más activo y discriminador entre los nuevos valores que apuntan el futuro: el medio ambiente, la seguridad ciudadana, la sanidad, la educación, la ocupación del tiempo libre y la autorrealización.
Pero el afán comparativo –en un mundo global, pero todavía alentado por los más ardientes nacionalismos– no cede. El España es diferente que llevó Iberia por los cielos del mundo, se completaba con los flecos castizos de España es la mejor, en la voz de Manolo Escobar. No hacía falta ser el fantástico Aladino para escuchar en cada zoco nacional las excelencias encantadoras de cada país.
Malos tiempos para la lírica
El interés por la calidad de vida ha existido desde tiempos inmemoriales. Pero evaluar científicamente, con el nivel científico que cabe al conjunto de las ciencias sociales, sistemáticamente, la calidad de una vida, para compararla con la calidad de otra, eso sí es nuevo. Y, como todo, tiene su historia.
El concepto comenzó a tomarse en serio en la década de los sesenta del pasado siglo y hoy operar con él es una práctica común en ámbitos tan diversos como la salud, la economía, la educación, la política, el mundo de los servicios. En los años sesenta, pasó a un primer plano la atención al medio ambiente, los efectos de la industrialización, el nivel del bienestar social de la gente. Y, aparte de un artículo de prensa brillante o un ensayo rompedor, se quería, sobre todo, medir, lograr referencias concretas, presentar cuadros de cifras contundentes.
Durante los setenta e inicios de los años ochenta, la herramienta de medición de los hechos y experiencias sociales se refinó y perfeccionó. Se investigaron indicadores, (Social Indicators Research), y se analizaba la calidad de vida en tenaza: por una parte las “condiciones objetivas”, por otra los “componentes subjetivos”. El resultado fue refinar la definición: calidad de las condiciones de vida de una persona, junto a la satisfacción que ésta experimenta.
El desarrollo posterior –más perceptible desde los noventa– ha ido al paso del propio desarrollo de las exigencias de los ciudadanos en cada uno de los ámbitos. Valgan sólo dos ejemplos: en el de la salud no sólo se orienta a la eliminación de la enfermedad, sino a la mejora de la calidad de vida del paciente; en la educación no se mide ya sólo la enseñanza, sino el grado en que es percibida por los propios niños.
¿Hasta dónde? No hay término. El siglo XXI se presenta como una era en la que el término Calidad de Vida no sólo va a permeabilizar los deseos de los individuos por mejorar constantemente su vida exigiendo cambios en sus decisiones diarias, sino que va a exigir a todos los servicios técnicas de mejora continuas, porque no se van detener las exigencias ni las tareas de evaluación.
Dos estilos: Europa y USA
Algunas comparaciones han sido – en lo de la “calidad de vida”– más felices y productivas que otras, hasta convertirse en verdaderos temas culturales de reconocido fuste académico. Véase, si no, la polaridad Europa – América. La comparación –¿dónde se vive mejor?– permite un esquema dicotómico como éste, que aquí se contenta con contrastar estos siete motivos:
1. La nueva Europa de las uniones y de la reconciliación (resabiada de los nacionalismos destructores de los dos últimos siglos, frente a los Estados Unidos, un país en donde resulta prácticamente imposible encontrar una calle donde no se vea una bandera americana ante la fachada de una casa, en la antena del coche o sobre la mesa del despacho).
2. La Europa de la diversidad cultural, donde, a pocas horas de automóvil, se estará en otro país, en otro idioma, otra arquitectura y otras costumbres, frente a los Estados Unidos donde lleva una semana atravesar el país, sin perder de vista referencias identitarias como los McDonald’s, los Holiday Inn o la Coca Cola.
3. Cerca de cuarenta días de vacaciones en Europa, al año, cuando los americanos –los más adictos workaholic del mundo- están ahítos tras un par de semanas libres.
4. Se verá cómo un europeo culpa al Estado de turno cuando no halla trabajo o funciona mal la escuela o el servicio de limpieza de nieve; el norteamericano, al contrario, se verá en todos estos casos como un perdedor personal que no hizo o no hizo hacer a sus vecinos lo que se debía.
5. En Europa el espacio es pequeño, todo se hace aprovechando una ruina anterior y se hará sobre todo para durar, al estilo romano. Pero en América la abundancia de recursos y de espacio permite que se considere lo más fácil y lo más barato como lo mejor, y como lo más deseable aquello que sea más útil. (Es el reino de las viviendas de cartón piedra y de la urgencia del estudio cinematográfico que mete un Coliseo en un barracón cubierto).
6. En Europa, en cualquier país, existen miles de plazas únicas e irrepetibles, con un montón de gente sentada bebiendo cerveza y mandando a un chico a comprar tabaco en cualquier esquina. Pero una botella de vino o unos cigarrillos sólo se podrán obtener en Boston o en San Diego si el joven muestra la documentación que pruebe sus dieciocho años.
7. Los europeos no se preocupan tanto de su vejez como de que el Estado se responsabilice por ellos; pero un americano se pasará la vida apuntalando dólar a dólar un plan propio que le garantice por su cuenta el rumbo de los últimos años.
Llegados aquí, vuelta a la pregunta: ¿dónde resulta vivir mejor? No parece una interrogación banal ni baladí. La respuesta, como en los folletines de entrega decimonónicos, sólo permite un : “La solución, mañana”.
Pero hasta podría cambiarse, con buenas razones, la pregunta por esta otra: ¿qué es lo más importante para usted? Para el gran poeta inglés William Wordsworth, la patria de la felicidad no está en el mapa, porque no es un lugar, sino en un tiempo: la propia infancia. Y el mejor lugar del mundo para vivir, consecuentemente, la tierra natal.
The European Dream
Jeremy Rifkin se obstina, sin embargo, en un dilema clásico: ¿América o Europa? El título de un libro suyo que provocó ampollas en su país – porque Rifkin es norteamericano– es The European Dream, El sueño europeo, un sueño nuevo frente al ya viejo sueño –o más bien pesadilla– que dio de sí, a lo largo del siglo XX, el American way of life. Jeremy argumenta que incluso el americano más autosuficiente y seguro de sí –pongamos un John Wayne del siglo XXI– ya no resulta hoy seguro a lomos de su caballo trotador por un mundo donde puede que aguarde un contagio de SARS, un virus informático, un ataque terrorista, un escándalo bursátil o cualquier otra amenaza global, que han convertido a todos en vulnerables.
En este mundo, para Jeremy, el Sueño Europeo de “desarrollo sostenible, calidad de vida y apoyo comunitario” sería el mejor modelo, y constituiría la defensa más creíble ante las nuevas amenazas. Los nuevos retos que traen los nuevos tiempos, para él, serían más encarables y mejor gestionados con un hombre tranquilo europeo, que con un polvoriento héroe del Winchester que ilustre otra viñeta más de la vehemencia americana.
Pero algunos críticos de Rifkin, como el economista Brian S. Wesbury, un correoso defensor de las viejas tácticas conservadoras relanzadas por Ronald Reagan en los años ochenta, augura un flaco futuro para una Europa que envejece “alegremente, estúpidamente contenta” con un Welfare State, o Estado del Bienestar, consolador y unas pertinaces políticas de recortes a la competencia que siempre exigirá la lucha de los fuertes. Un columnista del Financial Time lo planteó de forma aún más expresiva y brutal: “Europa se está convirtiendo en una inmensa residencia de ancianos.”
La verdad es que tan sólo en los últimos quince años la población de Europa de edad superior a los 65 años parece que ha aumentado un 22%. ¿Será en 2050 la media de edad en Europa de 52,3 años?. En Estados Unidos, sin embargo, en 2050, la media de edad no habrá aumentado más que de forma muy ligera: en torno a 35,4 años.
El único consuelo propuesto por Rifkin ante esta deprimente escalada estadística es que, cuando la Unión Europea se amplió hasta los veintiocho miembros previstos, su población superaría los 550 millones de personas, una cifra que no alcanzará Estados Unidos previsiblemente hasta 2050. Pero lo de la población envejecida tiene mal remedio; ¿habrá que abrir las compuertas a millones de nuevos inmigrantes?.
Modelos alternativos
Uno de los capítulos del libro de Jeremy Rifkin se titula gráficamente: “De cómo repoblar el Viejo Mundo”, y en él habla de que no es desde luego “la exhuberancia de la juventud, sino la sabiduría de la edad –nuevamente la imagen del hombre tranquilo– lo que impulsa el sueño europeo”, un modelo netamente alternativo al americano y que presenta en recortado contraste máximas, para uno y otro modelo, como las siguientes:
1. El “vivir para trabajar o trabajar para vivir” (los trabajadores franceses están en el trabajo unas 1.562 horas anuales, frente a las 1.877 horas de los estadounidenses).
2. “Buena vida o estándar de vida” (si se mide el estándar de vida en términos de ingresos, los estadounidenses son un 29% más ricos que los europeos, pero si se mide la buena vida por la cantidad de tiempo libre, el europeo medio disfruta de entre cuatro y diez semanas más de asueto al año),
3. “Más millonarios o menos millonarios”. Según un informe a cargo de Cap Gemini, Ernst & Young y Merrill Lynch, en Europa hay 2,6 millones de millonarios –individuos cuyos activos financieros llegan al menos al millón de dólares, excluyendo las propiedades inmobiliarias– , mientras que Estados Unidos sólo tiene 2,2 millones de millonarios; y sorprende saber que de los 7,2 millones de millonarios que hay actualmente en el mundo, la mayoría de ellos –el 32%– viven en Europa).
4, “Mejor salud, ¿para el dólar o para el cuerpo? (En la Unión Europea hay aproximadamente 322 médicos por cada 100.000 personas, mientras que en Estados Unidos sólo hay 279).
5. “Mayor expectativa de vida o mayores ingresos económicos”. La expectativa media de vida en la Unión Europea – excluyendo los diez países nuevos– es de 81,4 años para las mujeres y de 75,1 para los hombres, lo que supone una esperanza de vida media de 78 años, mientras la esperanza de vida en Estados Unidos para las mujeres es de 79,7 años y 74,2 para los hombres, lo que supone una esperanza de vida media de 76,9 años).
6. “Vivir en un entorno seguro o blindarse cada uno su vida”. Entre 1997 y 1999, la media de homicidios por cada 100.000 personas en la Unión Europea era de 1,7; en Estados Unidos la tasa de homicidios era cuatro veces más alta, casi 6,26 por cada 100.000 personas).
7. “Acento en un entorno común de calidad de vida o acento en el crecimiento, el poder y en la acumulación personal de riqueza”. Para los europeos, la felicidad va asociada a la solidez de sus relaciones y de sus lazos con la comunidad; para los americanos, la felicidad va asociada a los logros personales, entre los cuales el éxito material ocupa un lugar nada desdeñable).
El trabajo que nos gusta hacer ¿nos hace libres?
Nos gusta el trabajo que hacemos? Los sociólogos españoles también se preocupan por saber el grado de satisfacción de la gente con sus trabajos, cómo se integran en sus centros laborales, cómo sobreviven en los más duros ámbitos del curro a las más arduas condiciones de monotonía y estrés, cómo se escaquean afrontando los mayores riesgos, cómo lo alternan con las otras relaciones interpersonales más gratificantes o divertidas, cómo vuelve a manifestarse la secular diferencia de los sexos en sus diversos talantes a la hora de valorar el trabajo y hasta cómo sobrevive, en estos tiempos de desacato general al deber, esa heroica especie de los trabajo-adictos, como en los más locos países del capitalismo mundial.
Pues bien, según se desprende de la lectura de los resultados de la Encuesta de Calidad de Vida en el Trabajo (ECVT) del Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, el nivel medio de satisfacción de los españoles en el trabajo es de 6,84 puntos, en una escala de 0 a 10, o sea, un Notable bajo. Los varones más (6,9 puntos) y un poco menos las mujeres (6,7). Por edades, los mejores niveles de satisfacción laboral se producen a partir de los 30 años; por situación profesional, las mujeres que trabajan con salario en el negocio familiar; y, por sectores de actividad, los ocupados del sector servicios. (Los campesinos son los más cabreados con sus trabajos). Si se mira al tamaño de las empresas, parece que se trabaja más a gusto en las grandes empresas, de 250 y más trabajadores.
Las razones del grado de satisfacción en el trabajo también cambian. En los primeros años del nuevo milenio, el motivo principal de satisfacción laboral era el gusto por el trabajo (subía en dos puntos porcentuales respecto al año anterior), y perdían peso otros factores como “autonomía laboral”, “desarrollo personal”, “estabilidad laboral” y hasta “buen sueldo”.
Aquí también introduce sus variantes el sexo: los varones valoran más que las mujeres el gusto por el trabajo, un buen sueldo y la estabilidad e independencia laboral, mientras ellas valoran más, a su vez, el compañerismo, un buen horario y el desarrollo personal.
El paraíso hispano: 7 buenas razones para vivir en España
1. El clima. El mediterráneo español tiene el mejor clima de Europa. Basta darse una vuelta por Alicante (Costa Blanca), Cataluña (Costa Brava), Baleares, Málaga, Cádiz (Costa del Sol) y disfrutar el lujo de su sol y magníficas playas de aguas tranquilas.
2. La dieta. La dieta mediterránea a base de excelentes verduras, fruta, pescado, aceite de oliva, legumbres y carnes es un seguro hacia la longevidad y la calidad de vida. Tenemos la cocina tradicional y la cocina de laboratorio que ha llevado a Ferrán Adriá al podio de mejor cocinero del mundo.
3. Paisajes y lugares de encanto y leyenda. En España es siempre posible descubrir un nuevo lugar con encanto, un rincón de ensueño sin ni siquiera nombre, espacios mágicos en pueblos perdidos. Tranquilas zonas rurales, maravillosas piedras del patrimonio histórico, naturaleza virgen...
4. Un estilo de vida con la fórmula de lo moderno y lo tradicional. El buen clima, el sol, los amplios espacios naturales, la presencia de especies vegetales y animales únicas, la gastronomía y una hostelería experimentada permiten disfrutar una vida diseñada por los deseos más dispares.
5. La alegría, la vitalidad y la riqueza humana de sus gentes. El pueblo español, imaginativo y generoso, se entrega a la fiesta con alegría y arte. El crisol de una vieja, variadísima y rica historia logró en esta piel de toro un producto humano maravilloso.
6. Un coste de la vida soportable. Si se quiere vivir con desenfado y tronío, este país es un marco maravilloso: puertos del norte, plazas castellanas o sombras del sur serán un tapiz magnífico donde tejer cualquier vivencia. Pero se puede prescindir; vino, fiesta, tapa de bar, calle de paseo, son baratos en España, una experiencia de muchos quilates.
7. La historia, la cultura, el poso del pasado. Las tierras de España conservan teatros, puentes, vías, templos, levantados por el imperio romano, la civilización árabe, la ilustración borbónica y guardan en sus iglesias, palacios y museos obras del mejor arte: Velázquez, Goya, Picasso…La riqueza pasada consuela, a veces, la indigencia presente.