IZQUIERDA Y DERECHA EN LA NUEVA HORA DE LA ESPAÑA ETERNA
“A los señores políticos: hagan algo por la cultura, porque es lo único que hay que hacer”. Ricardo Darín hizo lo que había que hacer en la gala de los Goya con más políticos por metro cuadrado de la historia. Y es que lo que la democracia no acabó de traer a España nunca fue una buena relación duradera del país con la cultura. En España, la cultura sigue siendo socialmente sospechosa y políticamente se la considera un lujo, un capricho. También porque la cultura es un contrapoder. Cuanto más instruida la gente, más aumenta su capacidad crítica y su capacidad de poner en tela de juicio los dislates del poder. Es una vieja herencia de la Inquisición, del nacionalcatolicismo y del peso de la Iglesia. El mundo político ha expulsado sin titubeos de su retórica cualquier conexión cultural. Un páramo que nuestro Quevedo ya se encargó de llorar en un soneto de triste recuerdo: “Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes ya desmoronados…”
Desde siempre ha habido millonarios en la izquierda, miren si no a Bill Gates o al extinto Jesús de Polanco por ejemplo. Y es que desde que François Guizot, ministro de Finanzas de Luis Felipe de Orleans, pronunciara la famosa frase “Y ahora, enriqueceos...”, las masas se han apuntado al bombardeo. También hoy la llamada clase progresista pretende combinar una legítima vocación capitalista sin renunciar a sus principios progres. Todo un fenómeno.
Si alguien dice que no es de izquierdas ni de derechas, entonces es de derechas”. “Si alguien se siente de centro en los prolegómenos del siglo XXI, es que no sabe en qué mundo vive”. Por máximas y aforismos, que no quede. Al menos para esa pléyade de personas que se sienten de izquierdas o de derechas, neoliberales agónicos y progresistas futuros.
Pero supongamos que se captó ya la atención de un lector y que no son necesarios más retruécanos. Entonces no hay más que plantear el tema: ¿dónde se halla hoy el progresismo?, ¿quién sirve mejor a la causa de un mundo, nunca perfecto, pero sí mejorable?, o, ¿tenemos alguna oportunidad de legitimarnos apuntándonos a alguna opción de cambio real, y a mejor, en la gestión de este planeta?
La mayor parte del arco político que se mueve, se agita y opta finalmente por una papeleta el día de las elecciones parece seguir orientándose por viejos parámetros supuestamente fijos: las categorías políticas de izquierda y derecha. Así se ordenaba a Canovas y Sagasta, a Alcalá Zamora y Calvo Sotelo, a Fraga y Carrillo, y se ordena ahora a los señores Sánchez, Rajoy, Rivera, Garzón o Iglesias. Pero tales categorías –izquierda, derecha– que estuvieron asociadas a la alternativa de las visiones revolucionarias y contrarrevolucionarias de la Historia, se han vuelto obsoletas en Occidente.
La izquierda se oponía, a cara de perro, en bloque, a todo el retablo del santoral y la devoción burguesa: el capitalismo, la religión, el modelo familiar, la ética de la tradición, la enseñanza privada, el presupuesto gubernativo (de las derechas) y hasta el tipo de interés de bancos y cajas, fuera el que fuese. A favor de la libertad suma, un Estado intervencionista de más que regular tamaño y un fisco capaz, como el mismo Dios, de recaudar de vivos y de muertos. Y exigiéndoles siempre profesión pública de fe democrática.
La derecha, naturalmente, conservadora hasta el detallito rancio, a favor del procesionario público de la única religión, por el capital, por la empresa privada, la familia de siempre, la no-igualdad económica (atemperada ésta por la caridad), la privatización y la defensa –o, mejor, la imposición, a sangre y fuego si hiciera falta– de los valores y señas de “nuestro ser nacional”.
¿Siguen vigentes tales categorías? Seguramente, sí. Pero, ¿siguen agregados tan fielmente tales señas y especies a los aglutinantes políticos de derechas e izquierdas? Ese es otro problema, porque esas ideas, valores o talantes, en la medida que perviven, parece que ya no se pueden adscribir tan sencillamente a las viejas posiciones políticas de la derecha y de la izquierda.
Cuestión de talante
Digamos –por apuntar sólo a un rasgo de las actuales mudanzas– que la izquierda se hizo tecnocrática y que la derecha reclamó, a su vez, el derecho de ser reconocida como campeona de la libertad. ¿Cómo es esto posible?
Aventuremos una explicación: quizás por necesidades del papel, porque la política está siendo finalmente dominada por su propio escenario. Cuestión de talante, cuestiones de estilo. Precisamente, “El estilo del mundo” es el título de un ensayo excelente de Vicente Verdú. En esta obra se distingue tres sucesivas fases del capitalismo: el capitalismo de producción, con el acento en las mercancías; el capitalismo de consumo, con el acento en la retórica de la publicidad; y, tercero, el capitalismo de ficción, a partir de la década de los noventa, en el siglo XX, que carga el énfasis en la acción teatral de las personas.
En el capitalismo de ficción señala Verdú que “el perímetro de la democracia política ha disminuido, y se ha ensanchado, a su alrededor, el imperio económico, como una célula superior”. El filósofo francés André Comte-Sponville ratificaba este mismo pensamiento en una reciente visita a España. Tras militar en el Partido Comunista francés hasta que evidenció su arcaísmo, se autodefinía como liberal de izquierdas, “aunque suene paradójico. Apoyo el liberalismo económico –decía–, pero soy socialdemócrata en cuanto a lo social. Es el Estado y no el mercado quien debe crear la justicia y defender a los más débiles”.
Menos yema y mucha clara. Don Ramón y Cajal, que tanto sabía de células, lo entendería. Entre los 50 hombres más influyentes del planeta, según la revista Forbes, no aparece apenas Jefes de Estado o de Gobierno, sino hombres de multinacionales que toman decisiones que a nadie se le ocurre someter a ningún parlamento representativo. Y sigue diciendo nuestro ensayista que la libertad ganada –en lo sexual, la política, lo económico y lo artístico– alcanza una buena cota “en los países liberalizados”, con lo que valor marginal decrece.
Ahora la demanda es más bien por garantizar su posesión y custodia; el nuevo valor, consecuentemente, es la protección y la seguridad procurada por efectivos guardianes. No por otra cosa se levantaron los muros de las ciudades de Sumer o las tapias de los conventos medievales.
La derecha de los gurús
Un gurú de la derecha norteamericana, Samuel Huntington, habla también de fases históricas. En su esquema –bastante en la línea del de su compatriota Francis Fukuyama, el alto funcionario del Cuerpo de Planeamiento de Política del Departamento de Estado de USA, que avisó nada menos en 1989 del “fin de la Historia”–, el mundo pasa, actualmente, por la “tercera ola democrática”, una vez pasada la Guerra Fría, y una vez que han llegado a guarecerse bajo las alas de la gallina democrática los más de los pollitos que faltaban, 119 en total, más de la mitad de la población del mundo. (Que de estos 119 países sean sólo la mitad los que respeten los derechos humanos es aquí una nota de obligada constatación.)
Sean como fueren de fiables los esquemas de Vicente Verdú, Francis Fukuyama o Samuel Huntington, la realidad es que las referencias a las categorías políticas derecha-izquierda, que heredamos de los ajetreos de la Revolución Francesa, van siendo agua que no mueve rueda de molino.
Poco más queda ya vinculado a la derecha que no sea su primacía de las consideraciones de eficiencia (léase competencia), en base al argumento de que para mejorar la sociedad es lo más importante que el tamaño del ”pastel a repartir” aumente, que luego ya se verá cómo se reparte.
Y poco más de la parte de la izquierda que no sea una preocupación por la equidad del sistema económico y social, y por la cohesión de todas las partes, garante de la sostenibilidad. Y aún así cabe preguntarse si no es la izquierda quien acometió en España feroces privatizaciones y si no es la derecha – como se podría entender que son los gobiernos populares– quien pide hoy garantías de cohesión y solidaridad al Gobierno de la nación.
Consecuentemente, ¿no será un alivio dejar estas ya caducas categorías a su propia deriva? ¿Y que se lleven con ellas la experiencia dramática de posiciones intratables de radicalismos y esencias, bien conocidas aún por los ancianos españoles?.
Sabores tan amargos de inquina fratricida y ojeriza nacional que, quizás, durante décadas, asombrará a los nuevos lectores, con versos tan duros como “la hiel sempiterna del español terrible/ que acecha lo cimero/ con su piedra en la mano”, de Cernuda; o aquel “navío maldito” de José Hierro; o “la patria de pechos mutilados”, de Eugenio de Nora; y el “Hija de Yago”, de Blas de Otero... Todos exquisitamente líricos, hablando de la madre patria.
Más rentables parecen seguir siendo otras categorías de tono europeo más persistente. Ulrich Beck, profesor de sociología en la Universidad de Munich, prefiere articular sus ideas en torno al concepto de Neoliberalismo. Pero el profesor Beck habla del Neoliberalismo, porque el Neoliberalismo se muere.
En su libro “Un mundo de riesgo global”, el mensaje del Neoliberalismo aconsejando menguar la envergadura del Estado y dejar sueltas las amarras de la economía global es una proclama inútil en tiempos de crisis. Y éstos lo son. El “demasiado Estado y demasiada Política” denunciado por los neoliberales ya no sirve; sirvió cuando los tiempos eran felices, períodos de “belle époque”.
Fanfarria neoliberal
La marcha triunfal a cuyos sones se vio desfilar a los gurús del neoliberalismo extraía su prestancia de una promesa: los grandes problemas de la humanidad se solucionarán con la desregulación de la economía y con la mundialización de los mercados. Pero, en tiempos de crisis, la música neoliberal se convierte en fanfarria. Porque, tras el humo y polvo de la caída de las Torres Gemelas y los otros zarpazos terroristas, se ve ya con más claridad que una economía mundial sin política mundial es inviable y que una seguridad sin Estado también.
“Sin Estado y sin servicios sociales no hay seguridad. Sin impuestos no hay Estado. Ni educación, ni política sanitaria. Tampoco democracia. Y sin opinión pública, sin democracia y sin sociedad civil, no hay legitimidad. Y sin legitimidad no hay seguridad”. No es escolástica, pero se siente el martillazo del argumento en la mejor retórica.
De lo que avisa el sociólogo alemán es de que algunos dogmas neoliberales abrazados por las derechas y no desmentidos a veces por las izquierdas en la euforia de las épocas de bonanza económica y social (recuérdese que habíamos echado por la puerta a estas dos categorías y que se nos han vuelto a colar por la ventana) ya no valen y son viejas verdades necesitadas de alternativa.
De momento, la alternativa es el Estado, lo que fue la idea más personal de Thomas Hobbes: el Estado es la garantía de la seguridad. Porque hoy, en política, los viejos votantes de la derecha y de la izquierda saben que el discurso va de seguridad. ¿O no? Aunque el progresista debería añadir algunas líneas más: una política que ayude y se solidarice con los actuales parias y excluidos del mundo no es sólo una exigencia humanitaria; es el propio interés del rico Occidente, su seguridad interior. El presidente George Bush y nuestro Aznar tenían esto muy claro: para ellos iba va a ser que no. Pero estábamos hablando de progresismo.
Y progresista es la frase de Guizot que, a propósito, quedó incompleta en la entradilla. “Enriqueceos, con el trabajo y el ahorro”, dijo. Una aspiración que no debe entender de doctrinas ni de ideologías.
Una izquierda democrática
Ese sabueso periodístico que es Raúl del Pozo, lo decía, clarividente, en una de esas cinceladas columnas que escribe en el diario “El Mundo”:
“Yo no tengo una idea desdichada de los ricos de que ni dan dinero ni dicen dónde hay, pero alguno de ellos practican esa ideología que consiste en acabar con el hambre en el mundo y que no haya guerra. Una vez dije que la izquierda era idea de aristócratas y por poco me echan de España”. Era el momento en que el PC chino proclamaba que enriquecerse era glorioso y Margaret Thatcher comentaba que la codicia no era pecado.
La izquierda surge de un pensamiento noble y racionalista. En el comunismo italiano y español mandaron los aristócratas o gentes de la alta burguesía, como Berlinguer, Sartorius o Semprún, y escritores como Pablo Neruda, Miguel Angel Asturias o Rafael Alberti, buenos gourmets y finos amantes. El Ché tenía un bajísimo handicap de golf, Lenin pertenecía a la alta burguesíade funcionarios, Picasso era multimillonario.
Son de izquierdas algunos de los primeros clasificados en la lista de Forbes: Slim, con 77.000 millones de dólares, es el rey Midas de toda Latinoamérica, que un día organizó un congreso contra la pobreza al que asistieron los más ricos del continente y les pagó los billetes y las ostras. Polanco era de los más ricos de España y Bill Gates se mueve a la izquierda del planeta y no duerme si ve un gamín en la esquina. La peor miseria no es no poseer riqueza, sino el no poseer conocimientos, vivir en la mierda y resignarse. “Progresismo es paro”, gritaba José María Aznar. Para la derecha más militante, progresista es aquél que está empeñado en convertirse en millonario como cualquier burgués (o como la nueva aristocracia de las finanzas), que no tiene que sufrir con los salarios bajos ni con las dificultades que la sociedad actual opone para formar una familia y tener hijos, especialmente por la carestía de la vivienda. De su sentido de justicia social –dicen– sólo le ha quedado a la izquierda actual su querencia por el erario público: impuestos altos y toda una sociedad pendiente de las subvenciones, incluso más de las subvenciones que de las prestaciones públicas.
El último Gobierno socialista no era, para otros, ni socialista ni de izquierda, sólo progre-capitalista, esa figura imperante que respondería tanto a la frase de Guizot, como a la no menos afirmación un siglo y medio después de Carlos Solchaga, también ministro de finanzas de Felipe González –¡hay que ver con los paralelismos!– de que España era el mejor país del mundo para enriquecerse cuanto antes. Progre capitalista, porque contenta a los empresarios y porque agrada al Estado, y nos vende su beneficio como solidaridad: hay que dar respuesta, nos dice, a los inmigrantes que llegan.
La derecha española es dura con la progresía, aquellos viejos progres de barba y pana que lograron, cárcel incluída algunos, traer la democracia a este país y conseguir que hoy muchos puedan decir lo que dicen gracias a la lucha por acabar con la dictadura. Desprecio hacia una progresía, legítimamente de derechas y de izquierdas, en lo económico y en lo social respectivamente, ¿por qué no? Pues bien, recordemos un informe interno del PP contra los intelectuales y artistas de izquierdas “que han hecho de su militancia un negocio”. Artistas, escritores, periodistas, guionistas y actores. Nadie se salva. Un informe interno elaborado por el Partido Popular que acusa a destacados intelectuales y profesionales del mundo del arte y el espectáculo de este país por formar parte de una “izquierda militante”, que ha levantado un negocio con el ataque a la derecha política española.
En dicho informe se realizaba una sucinta descripción de un movimiento liderado por personajes de la farándula española que, según los ideólogos del texto, llevan años al servicio de los movimientos políticos de izquierdas y creando un caldo de cultivo hostil al PP, que ha quedado así sin capacidad de maniobra.
En las páginas del documento no se ahorraban los nombres propios. Por él desfilaban artistas, escritores, guionistas, periodistas y actores, culpables —dicen los populares– de la caída de José María Aznar y de la animadversión hacia la organización que existe en determinados núcleos sociales.
Entre los nominados ilustres aparecían Concha García Campoy, Pilar y Javier Bardem, Fernando Delgado, Carlos Saura, Miguel Ríos, José Miguel Monzón (Gran Wyoming), Joan Manuel Serrat…Todos ellos —criticaba el dossier–, ganan mucho dinero, viven muy bien y terminan por ser socialistas o comunistas de boquilla. Han convertido su posicionamiento, añadía el escrito, en un negocio muy rentable. Una de las ideas más repetidas del documento era la dificultad que tenía en esos momentos el partido que dirige Mariano Rajoy para contrarrestar a este poder fáctico, que sigue lanzando sus soflamas y recibiendo gran cobertura mediática.
Pero es que esa progresía iba más allá con su laicismo: no sólo no se puede expresar la fe, sino que ésta y cualquier otro tipo de convicción deben ocultarse. Es decir, la esquizofrenia entre el pensamiento y la acción, entre la conciencia y la vida pública.
Altura de miras
En estos momentos en que la vida española transita por caminos inciertos después del resultado del 20-D, harían bien los protagonistas de este momento –de derecha, de izquierda– en mirar al país como el marino, intentando indagar por qué han votado así los electors; no deberían planear cómo debería ser su gobierno, sino qué esperan los ciudadanos de sus gobernantes. Su objetivo no tendría que ser el poder a cualquier precio, sino cómo implicar a la gente en sus decisiones de futuro. La política de este país requiere más autenticidad y más emoción, menos promesas imposibles y menos impostura. Zeldin afirma en su libro “Historia íntima de la humanidad” que las apariencias ya no son lo que eran y la gente rechaza, como Freud, las relaciones que no son auténticas. La transparencia y la autenticidad son hoy valores supremos. Debería tenerlo en cuenta tanto negociador que se pone estupendo en estos días. No es el momento de hacer grandes frases, sino de asumir grandes decisiones.
Superar esta hora crucial e incómoda de la España eterna sin tener que recurrir al triste final del soneto quevediano cuando escribía: “Vencida de la edad sentí mi espada, y no hallé cosa en que poner los ojos, que no fuese recuerdo de la muerte”.