Por Luis Sánchez Bardón y Rafael Adámez Díaz
Tres poderosas razones mueven al hombre a la desmesura y la perdición: el dinero, la comida y el sexo. El primero es el nuevo becerro de oro de las sociedades opulentas, tal como gritaba, rastrero y vil, el codicioso Gollum de El Señor de los Anillos: ¡Mi tesssoro!.
Probablemente, con el tiempo, la avaricia y la codicia volverán a ser los vicios que fueron, pero, de momento, son prácticas nada corruptibles del capitalismo más pujante y emprendedor. ¿A dónde iría, sin su fervor apasionado, el pilar de la sana competencia neoliberal?
El mandamiento ético de cada época adoctrinó severamente, desde los poderes civiles y religiosos, el no codiciarás. En toda lengua y en cada cultura se acuñaron aforismos y sentencias. El anatema cayó sobre la avaricia desde la cátedra y el púlpito, y al codicioso no se le ahorró condena ni negación desde las leyes y las artes.
Nos quedan los restos.
Amalgamadas etimológicamente las raíces de la avaricia y la codicia, este último vicio seguía siendo, en los rancios sermonarios, el viejo “apetito desordenado de riquezas”, mientras que la avaricia añadía el matiz muy peculiar de la retención, la usura y el apego, tal como ejemplificaba el exceso de las hormigas acumuladoras, el sacrificio de la gallina ponedora de los huevos de oro o la posterior caja de caudales del tío Gilito.
Codiciosos o avarientos aparecían con los rasgos nobles de la tragedia en los frisos de la cultura griega, dibujados con los trazos del esperpento en las caricaturas decimonónicas o estreñidos, según las incontrovertibles pulsiones del inconsciente freudiano, por la libido anal en la psicología moderna.
Abatidos, siempre, por los hilos letales del destino o por el desenlace moralizador del teatro del Siglo de Oro, los pecadores de la avaricia y la codicia aparecían como perdedores postreros de la vida, arrastrados inevitablemente por el corcel indómito de la clásica cupiditas, el deseo inagotable y devastador.
Los nuevos Epulones
Hoy cabe hacer un sano ejercicio mental para precavernos de un olvido nada inocente. Consistiría en mirar con ojos de lechuza sabia el nuevo escenario mucho más lucido y las candilejas brillantes que enmarcan en nuestra modernidad a los novedosos dechados del pecado antiguo: las figuras un día demoníacas de la avaricia y la codicia.
¿Lo son hoy? ¿Dónde cabría, en el último siglo y medio, situarlas sino en las portadas de las revistas de las grandes finanzas, de la economía internacional, como Forbes o Fortune, donde los grandes CEOs del mundo mantienen su nicho o su altar?
¿Pero quién podría tachar de pecadores a la plana mayor de tantas instituciones encargadas hoy de canalizar los flujos del dinero, de regular el aumento o la disminución de los productos, de vigilar el tránsito de los bienes y los servicios, de la legalidad de los préstamos, del cumplimiento de los pactos, de definir el sentido en que se colocan las agujas para que unas locomotoras del progreso paren aquí y otras aceleren allí su marcha?
¿En qué sana economía moderna podrían troquelarse en términos como excedente-beneficio los viejos apelativos estigmatizados como avaricia-codicia? ¿No son hoy los grandes empresarios, financieros y prestamistas, lejos de la avaricia, quienes más dilapidan y queman en aras de una ostentación lujuriosa sus riquezas?
Después de los apuntalamientos semánticos exigidos por la ciencia de Adam Smith, de Ricardo, de Marx, de las correcciones de John M. Keynes, de las cautelas de Allan Greenspan y de las brillantes fórmulas de los premios nóbel de Economía, ¿en qué limbo de la teoría se podrían hoy usar los términos de codicia o de avaro, calificar de honesto o deshonesto el uso de tantas prácticas consuetudinarias, o de bueno y de malo, con la seguridad de entonces –del entonces precapitalista– a lo que parece sólo ser un elemento – ¿átono y neutro? en la fórmula, una cifra en la ecuación ecuánime? ¿Serán, en suma, convictos de pecado los nuevos Epulones?
Los rostros responsables y, funcionarial o empresarialmente, curtidos de los mandamases de toda especie de entidad, ¿qué rictus podrían componer en su expresión, si les llamásemos avaros como Harpegon, codiciosos como Shylock, insaciables de dinero o poder, como Malcolm o Macbeth?
Rostros admirados por cientos de miles de lectores y espectadores, que ocupan como semidioses modernos las portadas de las más emblemáticas revistas de la política, de la economía, de la gestión empresarial o del poder de las finanzas. ¿Podemos llamarles avaros, codiciosos? ¿Resulta pertinente la pregunta?
Los viejos avaros
De lo que no hay duda es que, mucho antes de nosotros, lo que hoy llaman algunos el imaginario popular ha archivado durante siglos y no para de archivar un acopio coherente de relatos y juicios, más o menos apodícticos, sobre las maldades originarias de la codicia y el avaro humano en todo tiempo y lugar.
Pueden recordarse las célebres palabras del personaje Malcolm, hijo de Duncan, en el Macbeth de Shakespeare: “Crece también en mi naturaleza malformada tan insaciable avaricia, que si fuera rey suprimiría a los nobles por tener sus tierras, desearía las joyas de éste y la casa de aquél y cuanto más tuviese serviría tan sólo de aderezo para que mi apetito acrecentase”. Malcolm acabaría, en la obra de Shakespeare, por ser rey. Su avaricia, como la de su enemiga, Lady Macbeth, todavía se condena en los patios de butaca de locales como el Shakespeare Global Theatre, de Londres. La conciencia, aunque no sea buena, necesita de uso para existir.
Tampoco aceptan los espectadores modernos que Antonio dé “una libra de su carne” al judío Shylock, en El mercader de Venecia, antes del juicio sancionador del Dux. Seis décadas después, Harpegón, el avaro más arquetípico y universal de Molière, heredero de un pecador tan viejo que se remonta al latino Plauto, era capaz de vender su alma por muchísimo menos de lo que estaría dispuesto el Fausto, de Göethe, y es, al final, sentenciado por el dictamen moralista: se queda sin la chica (aunque ella permanecerá en la casa de Harpegón, pero en compañía de la generación más joven) y, más grave aún, se queda a solas con su egoísmo y la arqueta de los tesoros, su verdadero amor.
Bancarrotas morales que serían pronto confirmadas por la buena conciencia de los ilustrados. Después, la crítica social de Dickens, en la terrible figura de Scrooge, el avaro que pelea con los fantasmas propios en Canción de Navidad, se hizo el contrapunto de la ternura nevada y pobre de los escaparates de vaho y la nostalgia del olor de los pesebres.
Avaros multimillonarios
El catálogo naturalista de Balzac y Zola sería aún más amplio y sombrío para la especie de los avaros y codiciosos. Ya en el siglo XX, en El villorrio, una pequeña joya literaria en la que William Faulkner teje y desteje pura historia norteamericana con los recuerdos de la Guerra de Secesión, la vida de Flem Snopes, una encarnación de la codicia abominable del primer capitalismo individualista sin fe y sin ley, aparece como el rastro de un chacal yanqui de hocico depredador tras su presa sureña por las ciénagas del Mississipi.
Claro que se pueden traer a colación otras muestras de casos famosos, como los de los multimillonarios Howard Hughes y J. Paul Getty, que no sólo vivían sin lujos, sino que dieron pruebas de tener hábitos mezquinos hacia sí mismos, como no usar nunca un taxi o utilizar siempre para sus llamadas un teléfono público.
Avaros penosos. Visto así, ¿quién podría querer ser capitalista compulsivo y codicioso? Y también existen estudios pretendidamente antropológicos que componen tesis doctorales retratando rasgos de los países como si fueran retratos para una galería de ancestros; y, según los cuales, a cada país se le pudiera colgar el sambenito de una pasión dominante: la ira reprimida de la Inglaterra victoriana, la envidia del español clásico o la avaricia de la eterna Francia rural.
Tesis académicas que acaban por diluir el perfil personal de los individuos. Aquí, el viejo vicio rancio, el pecado idiosincrásico que da personalidad y rasgo, recorta las identidades por las que las patrias se fijan en el espejo de la historia, cuelgan su cuadro en la galería, se miran y se gustan.
Sin embargo, las artes y las letras, menos celosas de su racionalidad, pintaron tradicionalmente el pecado capital de la avaricia y el rostro del codicioso con la contundencia de estar marcando, sin más, las señas para ayer y para siempre del ser humano a secas.
El jardín de las delicias, el célebre y delirante tríptico de El Bosco, con sus personas saturnales y sus víctimas infrahumanas, anfibias y mutantes, representa el castigo a los avaros, presas del pájaro monstruoso que, para confirmación de Freud, los expulsa por el ano hacia un agujero junto al que otro tipejo se ocupa en defecar gruesas monedas.
Historias surrealistas para no dormir que, no obstante, nuestro buen rey Felipe II tuvo colgadas en su dormitorio de El Escorial. Muy pocos años después del onírico jardín de El Bosco, Alberto Durero pintaría su propia versión de la avaricia: una anciana decrépita, de sonrisa repugnante, desdentada y ataviada de harapos que no evitan la visión de un seno marchito, con la única plenitud de un saco de monedas en las manos.
Con más soltura y socarronería latina, Quevedo describió a su clérigo cerbatana, para sorna de estudiantes y látigo de muchos moralistas, como un miserable lacayuelo de la muerte. Un Ezra Pound, de literatura más pulcra y académica, declama: “… con usura/ pecado contra la naturaleza/ es tu pan para siempre harapiento,/ seco como papel, sin trigo de montaña,/sin la fuerte harina”.
En cine, los fotogramas en duro blanco y negro de Erich von Stroheim, en Avaricia, se demoran en una cinta de nueve horas para retratar a la mujer envilecida que guarda de los suyos una fortuna que le regaló la suerte.
Los filósofos, por su parte, tienen una bibliografía particular para el uso racional de nuestros dos pecados. Mejor pasar de los más de ellos sin una cita, porque son legión. Si se deja hablar a algunas de sus muestras, como Cicerón o Séneca, no se les podrá parar. Vale más lo menos: un sobrio comentario peripatético del sabio Aristóteles que describió cuatro siglos antes de Cristo la psicología del hombre capitalista, prematuramente, para la Grecia antigua: “Es insaciable la codicia humana: primero se conforman con un óbolo (que era el magro salario de los jueces de Atenas), después reclaman dos, tres, y, por último, acaban por reclamar un tesoro. La codicia, por su naturaleza, es ilimitada, infinita, insaciable, y la mayoría de los hombres vive sólo para complacerla.”
Lo dice en el capítulo cuarto del libro segundo de La Política, y nosotros, ahora, tras siglo y cuarto de capitalismo adulto, lo comprendemos mejor que nadie. ¿No es una glosa insuperable a los últimos siglos de nuestra historia social?
Becerros de Oro
En el Diccionario del Estudiante, de la editorial Santillana, tras la acepción general de la palabra codicia, se añade para comprensión de su uso: “La codicia del coleccionista no conoce límites”. Y es que destacar el sentido interior y compulsivo de este viejo vicio y nueva virtud contemporánea dice más que una correcta definición.
La pulsión que lleva a juntar dinero es la única que posibilita todas las demás colecciones más o menos delirantes, porque el dinero casa con todo y “aun con estar hecho cuartos/ no pierde su calidad”, según dijo nuestro genial Quevedo. Símbolo histórico ha sido siempre también la imagen unitaria, en alto, brillante y dorada del bíblico Becerro de Oro, que Aarón hizo fundir para la pública adoración popular cuando su hermano Moisés subió por sus mandamientos de piedra. Hoy, el becerro de oro estaría a solas en la mejor sala de un museo o en la mejor caja fuerte del banco. Los becerros de oro vuelven a estar en su mejor época.
En nuestra literatura, antes de Quevedo en su Poderoso caballero es don Dinero, objeto de la codicia general, se nos contó en la escuela el episodio del cofre supuestamente de oro con el que el Cid se pasaba de listo engañando a los judios burgaleses Rachel y Vidas: “Dixo Martin Antolinez: "Cargen las archas privado. Levaldas, Rachel e Vidas, poned las en vuestro salvo; yo ire con vusco que adugamos los marcos, ca a mover a mio Çid ante que cante el gallo."
Dejar las arcas del engaño, coger los cuartos y salir con las del alba; la acción del caballero, dechado de honradez, deja mucho que desear. Es el famoso texto castellano de nuestro Mío Cid, buen caballero probado, que en lo de las cuentas y los dineros pasaba de escrúpulos y pelillos a la mar.
Se cuenta en el Cantar I, lo de la construcción de dos arcas (¿no cuelga una todavía en el interior de la catedral de Burgos?), “llenándolas de arena” hasta que pesasen lo suficiente y adornándolas con cuero bermejo y con “clavos bien dorados”. El socio de la mesnada, Martín Antolinez, lleva con astucia el trato: dejarles las arcas a Rachel y Vidas, posiblemente judíos, supuestamente llenas de oro, para que las custodien un año y sobre esa hipoteca sacarles a los prestamistas burgaleses 600 marcos contantes y sonantes. Más tarde, cuando Minaya pase otra vez por Burgos –en otro Cantar de la obra– se echarán Rachel y Vidas a sus pies para que se les devuelva el dinero prestado (ya habrían descubierto la arena de las arcas), pero el caballero del Cid sólo suelta una línea y media de buenas palabras castellanas y se supone que de los 600 marcos de Raquel y Vidas, a pesar de que por entonces fuera ya un hombre rico, nunca más se supo. Seguramente los oyentes del Cantar daban por buena la historia que deja en saco roto la supuesta avaricia de los medievales banqueros Raquel y Vidas.
Max Weber –un conspicuo estudioso clásico del capitalismo– asegura que, en tiempos tan viejos como olvidados, existió el sentido específicamente religioso de la caridad. Que en casi todas las reglamentaciones éticas de la vida se imponía en el terreno económico la condenación del cobro de intereses. Tanto en los libros jurídico-religiosos de la India –donde se prohíbe que las dos castas superiores presten con intereses– como entre los judíos, cristianos y musulmanes se prohibió en tiempos el interés en los préstamos, porque “cuando se presta sin riesgo, Dios no retribuye.” Pero no es menos cierto que la iglesia cristiana, y el Papa el primero, toleraron y cobraron ellos mismos intereses desde los principios de la Edad Media. El sociólogo Weber dice que lo que la iglesia condenó luego fue, en los tiempos de “fogueo capitalista, en especial del capital lucrativo en el comercio de ultramar”, los intereses que eran producto de una “legalidad de lucro comercial”, despersonalizada y sistemática.
Paraísos de la codicia
¿No es la legalidad, sin más, de ahora mismo? A partir de ahí, España, sin ir más lejos, sería uno de los actuales paraísos de la codicia. Basta hojear un diario económico cualquiera para leer cosas parecidas a ésta: “El porcentaje medio de las comisiones que cobra la banca española por las operaciones que realizan sus clientes cuadruplica la media de las aplicadas en Alemania, multiplica por siete la de Austria, es diez veces más alta que en Irlanda y veinte más que la de Bélgica.”
Ítem, durante el año 2006, parece que la banca española ha incrementado sus comisiones por mantenimiento de tarjetas de pago o de crédito siete veces más que el índice de precios al consumo. Pero, probablemente esto se llame, si a usted se le ocurre consultar a su banco, de otra manera, en cualquier lenguaje diferente del román paladino que usaban el poeta Berceo y el del Mio Cid.
En otras entidades no bancarias, algunos maliciosos –como los paisanos medievales que escuchaban con sorna el episodio de Raquel y Vidas en el Mio Cid– ven también la mano codiciosa que trata de “acumular con avaricia los bienes y beneficios materiales.” Los maliciosos dicen que en 1996, para conmemorar sus Bodas de Plata, la aseguradora Mapfre mantenía entre sus empleados algo así como un “concurso de detección de fraudes”. Los fraudes, claro, de algunos clientes. Se remitía al personal una hoja de instrucciones proponiendo una prima especial a los descubridores de fraudes. Porque, como dice el puntilloso y gran moralista Jaime Balmes en El Criterio, capítulo XII para más señas, “Dios no ha dejado indefensas sus leyes y a todas las ha escudado con el justo castigo.”
Esto, naturalmente, como sabernmejor que nadie los moralistas y los delincuentes, no siempre es cierto. Aunque ocasionalmente sí llega alguna forma de castigo, como en el escándalo Enron y la debâcle energética de California. Entre los años 1999 y 2000 se amasaron fortunas sobre la base de ganancias por valores que subieron hasta el 11%. Pero lo que realmente se vio del iceberg dejó ver mucho más. El Subcomité Permanente de Investigaciones del Senado norteamericano (SPIS), y como también ratificaban los textos del Financial Times de julio de 2002, “los bancos fueron los padrinos y los inventores de los fraudulentos diseños financieros por medio de la contabilidad invisible (off balance sheet), y algunos lo hicieron “de forma activa”, a cambio de comisiones o consideraciones favorables en otros negocios.
Nuevas formas de avaricia
Hasta en la llamada “industria del entretenimiento”, el cine, se cuentan otras historias. Por ejemplo, que “la industria farmacéutica ha convertido la enfermedad en un negocio.” Suena fuerte. Pero hay más frases: “La globalización ha permitido el desarrollo de una nueva forma de poder, la farmacocracia.” Aquí se trata de decidir qué enfermedades y qué enfermos merecen cura. Un dato sería que el 90% del presupuesto dedicado por las farmacéuticas para la investigación y el desarrollo de nuevos medicamentos está destinado a enfermedades que padecen un 10% de la población. Parece que más de 2.000 millones de personas no ven muy reconocido su derecho a la salud, si es que creen que pueden tener derecho a lo que algunas veces no pasa de ser una ilusión.
Esto lo repiten hasta la saciedad un puñado de ONGs. Millones en Asia, África y Sudamérica sufren las llamadas enfermedades olvidadas, según la OMS: filiarsis linfática, el dengue hemorrágico, la enfermedad del sueño, la oncocercosis o el mal de chagas. El jardinero fiel, la película del brasileño Fernando Meirelles, sobre un libro de John le Carré, construía su historia pasional sobre un fondo inconfesable de corrupción, burocracia y codicia del dinero farmacéutico que la chica, antes de morir, persigue por dos continentes.
Son calas bastante indigestas en la realidad que impone el nuevo Becerro de Oro. Nada nuevas, porque una de las grandezas de nuestra propia historia, la era épica de los viajes y de los descubridores y colonizadores de cuando éramos imperio fue llevada a cabo con la argamasa común de las conquistas y explotaciones, la cal y la arena de siempre, en este caso una mezcla particular de fe y de codicia, de religión y rapacidad, donde se juntaban, como señaló el historiador Rafael Altamira, el espíritu de los cruzados y de los apóstoles con los más viles intereses del lucro y el medro.
El ansia que sigue dinamizando el corazón humano, con teorización neoliberal capitalista o sin ella, ha exigido hasta la pura existencia de un Foro Mundial del Agua. El Consejo Mundial del Agua (CMA), ya existe, creado por las corporaciones cuyo negocio principal es el agua. ¿Se trata de privatizar el acceso, la gestión y la distribución del agua para ampliar hasta este recurso los negocios? ¿No se ha empezado ya?
Los rifirrafes entre las 17 autonomías españolas han escrito ya un primer capítulo. En el Foro Mundial del Agua de Kyoto (2003) se presentó el informe de una comisión dirigida por Michel Camdessus, ex director gerente del FMI, que concluía que los gobiernos tienen presupuestos limitados y las autoridades locales no pueden aumentar las tarifas por consumo de agua. Pero probablemente el sector privado no tenga presupuestos tan limitados. ¿Qué otros recursos de la vieja madre naturaleza se podrían inventariar? ¿Seguirá lloviendo, como decía el Dios del Sinaí, sobre justos e injustos, o sólo sobre los contribuyentes, justos por definición?
Probablemente, con el tiempo, la avaricia y la codicia volverán a ser los vicios que fueron y podrán recuperarse de los espesos sermonarios decimonónicos y de los tratados morales que monopolizaron el tema durante siglos. Pero, de momento, son prácticas nada corruptibles del capitalismo más pujante y emprendedor. ¿A dónde iría, sin su fervor apasionado, el pilar de la competencia neoliberal? Claro que no aparecen en los frontispicios con estos nombres. Porque, tal como hay una doble moral y una doble contabilidad, disponemos de un doble lenguaje. Adivinen cómo se llaman la avaricia y la codicia en el mundo de los negocios.
De Pecados Capitales a Virtudes Públicas
En un artículo publicado el 26 de noviembre de 2006, terminaba Rafael Argullol, catedrático de Estética en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona, así: “Si no lo queréis llamar explotación capitalista porque os tildarán de locos y trasnochados, llamadlo codicia”.
Argullol hablaba de que se ha venido dando en las últimas décadas no sólo “un camuflaje del capitalismo”, sino una verdadera transfiguración en “el Innombrable”. Se ha ido configurando un consenso muy extendido sobre el “carácter imbatible del modelo capitalista” que llega, incluso, a confundir su histórica realidad con la propia realidad posible, si no deseable. Sólo las 500 mafias, como mínimo, confirmadas en nuestro país, de escopeta o guante blanco, y escándalos de época generalizados como el que puede ejemplificar la corrupción destapada en el caso Malaya vienen a provocar algún que otro “¡hasta dónde vamos a llegar, señores!”.
Pero son frases de una retórica pasada. Refiriéndose a los malagueños encausados por desmanes corruptos, los llama Argullol “personajes sobresalientes de la rapiña, que parecen salidos de sainetes más bien macabros”. El filósofo catoniano y censor nos ahorra los nombres, aunque “uno es el hombre más popular de España, otro el que más ha robado en el menor tiempo posible y otro el que más recalificaciones de suelo ha conseguido: llamémosles los grandes corruptos casi extravagantes en su frenesí por el botín.”
Carlos Gurméndez, a quien algunos comentaristas llamaban el filósofo de la pasión, más allá del tono capitalista de la rapiña que persiguen la codicia y la avaricia, ve, con más clasicismo, a una y a otra como pasión. Así es para Gurméndez la avaricia, “una pasión ambiciosa, desmedida y conservadora, prudente: codiciamos ser más poderosos, extender nuestros dominios, pero aferrándonos a lo que somos.”
En otros textos, Gurméndez parece pensar en “lo que fuimos”, pues para este pensador, que murió en Madrid de un paro cardiaco, es en nuestro corazón donde nuestra infancia “crea un ideal amoroso que luego se pierde y se persigue toda la vida”, apasionadamente. La avaricia no sería, así, sino una torpeza cordial en esa larga búsqueda troquelada en nuestra alma de niños y de niñas. En su posterior Ontología de la pasión, Gurméndez diferencia dos clases de avaricia: la primera, que es la clásica “del terrateniente”acumulador de bienes raíces, y la segunda, que es la se puede llamar capitalista, caracterizada por su “esencia inmaterial e irreal de la propiedad: el dinero”.
Sombart glosó algunas de las virtudes heroicas del emprendedor capitalista, al tiempo que asomaba en su época el nutrido catálogo de vicios privados que han actuado como motores, según ya señaló Max Weber, de las que luego se llamaron virtudes públicas del progreso. Entre vicio privado o virtud pública, ¿nos estamos hoy de nuevo alejando de la última sociedad opulenta y del plutócrata ansioso por revelar su éxito en los signos externos de una vida dispendiosa?.
Juvenal decía en sus Sátiras que “es locura manifiesta vivir precariamente para poder morir rico.” Pero la pasión es de difícil discernimiento y formatearla, como se podría decir ahora, una tarea más que ímproba. ¿No preguntaba, en la Eneida, Virgilio : “¿Qué cosa hay a que no nos arrastres a los humanos corazones, oh execrable hambre de oro?”
Para la sabiduría popular, “la avaricia rompe el saco”. En una fábula de Esopo, la mujer que ceba en exceso a la gallina para que ponga huevos gordos la vuelve infecunda por gordura. Nada obesa se suele pintar a la avaricia. Su iconografía tradicional es la de una mujer desnuda, con alas y con los ojos cubiertos por una venda, que camina, según E.Temprano, “inciertamente en busca de sus diferentes deseos.”
Para Dante, la codicia tiene la imagen de un lobo, y pone en sus cantos sobre el infierno a los codiciosos en el cuarto círculo, donde moran “los que no hicieron un solo gasto con mesura…, papas y cardenales sobre los que tuvo imperio la avaricia.” Sabias y profundas sentencias que convendría atemperar un tanto con la corta y fácil sabiduría de algunos mandamases norteamericanos: “El problema del capitalismo es que tiene capitalistas que son codiciosos.” Lo dijo Herbert Hoover, que fue presidente de los EE UU en los relativamente felices tiempos de entreguerra.
LA AVARICIA MOLA
Gleiz ist geil”. O sea: “la avaricia mola”. Éste fue el lema publicitario que, durante los últimos años, ha hecho furor en Austria y Alemania. La base de la campaña era una alusión directa y sin tapujos a los precios bajos, al esto está tirado y al ya viejo todo a cien.
La noticia es que ahora ya parece que mola menos, según el director de Merlicek & Bergmann. Y es que, ahora, los consumidores parecen ser menos avaros con su dinero y prestar más atención a la calidad y a las señas de identidad de los productos. Con razón, la asociación de distribuidores de productos de marca, más caros, están contentos. Aunque ya se sabe que con estas cosas del consumo, en países que no nos jugamos la pura subsistencia, nunca se sabe de una vez para siempre. Un estudio de AC Nielsen afirma que los productos de marcas blancas volverán a atacar de nuevo, sólo depende de que se den las condiciones idóneas para la proliferación. Por ejemplo, sólo depende de que las hipotecas suban un poco más o de que al ciudadano se le mermen las fuentes de renta; entonces, volverá a las rebajas.
El avaro sólo está dormido, por el runrún de la bonanza coyuntural. Hace justo un año, se podían leer titulares como éste: “Saturn se estrena en España con su agresivo lema “La Avaricia me vicia”. Una sonora campaña teaser de la cadena de electrodomésticos y tecnología de entretenimiento alemana. Los números de los precios, con colores llamativos –el azul, el naranja y el negro– eran tan grandes en tamaño como las imágenes de los productos. “¡Qué miedo!” –exclamó enseguida una legión de empresarios– estamos a punto de volver al ahorro!”
Y, como en los cómics, brotaban de sus cabezas globitos progresivamente mayores. Y en el globito mayor aparecía lo que los comerciales se imaginaban: veían a la voraz hormiga de vientre negro en su desenfrenado ajetreo en el fondo de su agujero, apilando el abundante grano de su acopio y la reserva de su prole, saldo orondo de sus codiciados bienes.