Yates soberbios, paisajes lujuriosos, restaurantes de gula, caprichos de codicia, sedas de pereza. Algunos de estos nuevos Pecados Capitales los hemos achacado, con más de una buena razón, al capitalismo, al neoliberalismo postmoderno.
Pecados capitales –históricamente tan humanos, tras tanto tiempo divinos: Soberbia, Avaricia, Lujuria, Gula, Ira, Envidia y Pereza– que perdieron, con su tufo infernal, el prestigio que durante tanto tiempo les había retenido en las severas portadas en piel de los textos de la espiritualidad clásicos, en las carteleras cinematográficas, en las mejores salas de los museos, en los miles de títulos de la literatura barroca y en los innumerables mamotretos de sermones y anuarios cristianos. El último en llegar es la lujuria. Sexo, sexo y sexo es lo que vende bien en estos días.
Cultura y Poder
Una de las mayores paradojas de nuestro tiempo es que casi nadie está a gusto con los valores dominantes, como el culto a lo efímero, la ausencia de autoridad o el situar a la sexualidad en primer plano, pero éstos continúan triunfando: los medios abogan por ellos, se utilizan en la publicidad y dominan también la vida privada. Lo que tiene consecuencias psíquicas, que Antoni Talarn, psicólogo clínico y profesor en la Universidad de Barcelona, analiza en "Globalización y salud mental", un texto en el que se compilan aportaciones acerca del narcisismo, la depresión, la sexualidad o las adicciones al móvil o a Internet, en tanto que fenómenos sociales que cobran expresiones especiales en nuestra época y en los que quedan reflejadas las consecuencias individuales de un mundo que rinde tributo a la novedad, al cuerpo, a la productividad desmedida, etcétera.
El dinero y el sexo vienen juntos, según un sondeo realizado por la cadena de televisión BBC1 entre cerca de medio millón de personas, donde se pone de manifiesto que los británicos más ricos tienen más impulsos sexuales.
Según la encuesta, mujeres y hombres con ingresos altos tienen más impulsos sexuales y revela que el 47 por ciento de los hombres necesita un lazo afectivo con la pareja para tener una relación sexual, mientras que el 69 por ciento de las mujeres piensan que los sentimientos son indispensables.
El sondeo muestra también que los hombres son más románticos que las mujeres. Para amar, los hombres se fijan preferentemente en la inteligencia, la apariencia física, el humor y la honestidad, mientras que las mujeres prefieren el humor, la honestidad, seguidos por la inteligencia, la amabilidad y la moral.
Las damas cuentan, en este contexto, con un nuevo elemento para buscar nuevos y buenos amantes. Tan sólo tienen que poner atención a la actitud de sus compañeros ante el trabajo: si se trata de un workalcoholic, seguro que rendirá sexualmente de lo lindo.
Así lo determina un estudio psicológico realizado por Jonathan Schwarts, de la Universidad Lousiana Tech. La sorpresa de tan curiosa deducción es que las esposas o parejas de los adictos al trabajo siempre se están quejando de que les dedican poco tiempo. Ahora bien, ese poco es, a la vista de los resultados, de excelente calidad: encuentros íntimos frecuentes y apasionados.
Una de las razones tendría que ver con el sentimiento de culpa, por lo que hacen un esfuerzo mayor para satisfacer a sus parejas sexualmente. Además, para las mujeres también existe un atractivo particular con los hombres adictos al trabajo, ya que generalmente tienen éxito, están capacitados, poseen vida social y satisfacen los requerimientos económicos.
Algo parecido les ocurre a los italianos. Una gran parte de las empresas italianas establecen dos horas de intervalo laboral para que sus empleados puedan disfrutar con calma del almuerzo. Sin embargo, y según una encuesta realizada recientemente a 990 varones de entre 25 y 50 años, uno de cada tres adulterios se cometen precisamente en esta pausa laboral.
Respecto al nido de amor furtivo, el mismo trabajo es el más elegido, seguido por las casas de los adúlteros o de un amigo, un hotel. el automóvil, un gimnasio e incluso los lavabos de restaurantes.
Espíritu empresarial
Se dice y se habla del espíritu del empresario. Sin ese talento en el acopio de sus rasgos, el hombre que caracteriza al capitalismo puede que se quede corto, plano y eficientemente obtuso; a lo más, se queda en ser un forzado eficiente de la producción, una pieza, el capataz insustituible hasta que se le cambia por otra pieza, por otro capataz.
No, el verdadero y genuino empresario, el emprendedor de raza, tal como le gusta verse hoy, necesita espíritu. Pero ¿dónde hallar, en nuestro mundo, los espíritus que no sean espíritus encarnados? De donde se deduce que todos los espíritus capitalistas adolecerán siempre de su propia precariedad humana, de su oculta pero honda y necesaria complicidad con todo lo pecaminoso del mundo. El sexo reiteradamente desbocado de muchos empresarios de la vieja farándula y nueva industria del "entertaiment", el sexo necesario por la pura subsistencia y para no sucumbir a la extenuación de los entregados a la doble jornada; el sexo primicia, redentor y, a la vez, imposible del empresario y su Lolita; el sexo rejuvenecedor y de la ostentación social –es un doblete que a muchos les apasiona– que conlleva un matrimonio con una o un bombón de la edad del hijo o de la hija mayor.
Con la sexualidad como señuelo se hipoteca todo el arsenal de las pulsiones; y, rizando el rizo, el sexo se proclama a sí mismo en cada plaza: la calle, la oficina, la cancha, la disco. El hombre va allá con su propia plasmación posmoderna: muy varonil, juvenil, resultón aunque sea a tragos de viagra.
Ella, la mujer, con el dilema propio: mujer de su hogar y mujer que trabaja y aspira socialmente: dos en uno, como él. Sabiendo ambos, él y ella, que no les amortajarán los hijos de sus desvelos, ni el jefe de sus estímulos, ni los colegas, sino otros profesionales eficientes.
El mundo de las posesiones que decía Fromm, no mucho más que la selección de complementos que constituyen el mundo de Barbie –¡cuidado! Barbie tiene limusinas, barcos, suites privadas…– irá pesando en nuestras vidas, progresivamente, mucho menos que nuestro desencanto, que nuestro desengaño.
El capitalismo engaña
¿Nos estará engañando el capitalismo? Antoni Talarn asegura en su libro "Globalización y salud mental" que sí, que el capitalismo nos engaña. Demasiadas adicciones, dice él, para tan poco gusto, para tan poco contento interior.
Pero, claro, el capitalismo es lo que hay. Es lo que hay en Internet, principalmente. Haga la prueba: teclee la palabra sex en el buscador Google y verá que aparecen 428 millones de páginas, a disponer.
Vicente Verdú, en "Este sexo mundo", afirma que “la culpa por experimentar deseo ha muerto y en su lugar se ha instalado el hedonismo. Amor y pasión se han divorciado.” Además, un relevante filósofo vivo francés, Jean-Luc Marion, llega a decir que estamos atravesando un tiempo de afasia erótica, que la palabra amor se ha cargado de ambigüedad, que es poco decible.
Han sido unas décadas muy movidas en nuestro Occidente. “En los setenta vivimos lo que podríamos denominar la primera revolución. Eran tiempos de encontrar una libertad que se nos había negado. Luego llegó el sida, y la cosa se aplacó un poco; ahora la culpa ha desaparecido, y, en cierto modo, hemos perdido un poco la cabeza por el sexo”. Esto lo dice José Luis Sánchez Cueto, que es miembro del Instituto Andaluz de Sexología y Psicología.
Se pierde, pues, más que la cabeza, porque en las páginas de contactos la búsqueda ha alcanzado tal grado de especialización que hay criterios no sólo por edad, sexo, estatura y peso, sino también por religión, gustos, incluidos los sexuales, toda clase de fetichismo, preferencias en vacaciones, amistades, etc. No hay más que ver las páginas adultfinder.com, sexsearch.com, iwantu.com...
Si no se quiere un compromiso asfixiante, angustioso –mucha gente se ve hoy angustiada por los compromisos, le dan claustro lo que sea–, sepa que más de un millón de españoles visitan cada mes páginas de Internet destinadas a relaciones sexuales esporádicas. Edad habitual del usuario entre 25 y 45 años, unos 10 hombres por mujer. Parece que ellos lo tienen más acuciante. Perfil: de todo, profesionales, asalariados, funcionarios, amas de casa, parados… Algún experto asegura que “ellas han evolucionado mucho más que ellos.
Ahora las mujeres se saben poderosas en todos los ámbitos, incluido el de la cama. Dicen lo que les gusta y lo que no”. Por eso a nadie le tendría que extrañar que una marca como Durex, especializada en preservativos y lubricantes, tenga en las farmacias una línea de juguetes eróticos.
Un vendedor de cacharrería erótica en una tienda especializada asegura que “el mayor problema que tenía la sociedad española es que gran parte de su educación sexual ha venido a través del porno. Y en el porno, pues eso, se va rápido y a lo bestia. Ahora la gente está pillando que la cosa está más en la calidad que en la cantidad. ¿Qué es un microondas comparado con un horno de leña?”.
Las tablas de la moral
Hace más de medio siglo, el terrible arsenal pecaminoso –de torvo eco escatológico– terminó nada menos que en ballet, supuestamente la más ligera de las artes, con ese título rotundo: “Los siete pecados capitales, pieza cantada en nueve escenas, bajo la batuta de Bertold Brecht y Kurt Weill y que, más tarde, Ute Lemper interpretó en versión de concierto en los años no menos apocalípticos previos a la Segunda Guerra Mundial.
En su guión se cuenta que la protagonista, Ana, debe pasar por todas las estaciones del via crucis capitalista, en cuyo recorrido a Hollywood se le describe en la séptima estación (las caras o estaciones en este Via Crucis son, como en la vieja devoción, 14).
Y más tarde, ni siquiera eso. Hoy, en los años de vanguardia del siglo XXI, los pecados se reciclan, quizá con genuino espíritu evangélico, como crueldad, pobreza, abusos sexuales, despilfarro, autoritarismo y exclusión permanente, todos posibilitados por los dos tentáculos máximos de la corrupción: la política y la economía.
Capitalismo y sexo, sexo y capitalismo, poderes abismales, uno de la razón práctica y de la polis social, y el otro de la pulsión vinculante de los hombres. Los dos con venda sobre los ojos, porque si a Eros se le figura con la flecha de la trayectoria invisible, la pura corazonada certera y fatal, al tío Gilito de Disney, una reveladora mascarada capitalista, nada irrelevante como signo aparentemente menor en el flujo de los mensajes mediáticos. Por eso, aparte de la veterotestamentaria imagen de la tabla sinaítica –todos recordamos aquel juvenil Charlton Heston en la cartelera de Los Diez Mandamientos, de De Mille, con su grandiosidad acartonada– la cristiandad conservó secularmente otras tablas-guía para modélicas conductas de corsé más o menos ajustado y para trayectorias emarcadas en las líneas racionales.
Cuerpo en venta
¿Pero, es que se le puede tachar al capitalismo de pecador? . La crítica más clásica de la izquierda ha venido señalando que “el sistema capitalista tiende a convertir cualquier objeto en mercancía, es decir, que transforma todo objeto en algo intercambiable”, donde lo que importa no es la utilidad, sino el viento que mueve las propias alas del mercado.
Al amparo de esta posición más o menos ideológica, cabe vaciar contra la eslora enemiga varias líneas de cañones, de distinto calibre, como esta andanada moral: “la prostitución, la pedofilia, las esclavas sexuales, las sectas viciosas de la noche tapada y los demás engendros que produce este capitalismo rijoso y retorcido.”
O esta otra: “ Con el capitalismo se trata de vender, no importa qué ni cuándo ni cómo, sino sólo que el cúmulo de la mercancía arrastre en su lecho el flujo de un dinero –bien universal– contínuo, creciente, inagotable”.
Son enunciados profundos de la corriente legamosa de los blogs, la innumerable multitud de enanos que pulula por los cauces de las Tierras Medias de Internet. Enunciados reiterativos que se acumulan como depósitos geológicos, imparables, verdades de barro endurecido, capa sobre capa. En esa sima donde fraguan las verdades cotidianas se abrazan y copulan, abisal y fructíferamente, dos morales aparentemente antitéticas, pero que se dan, con su recíproca conversión, la vida: la moral de comprarlo todo, la moral de venderlo todo, los deseos de comprar y los deseos de vender, en un mismo troquel la avaricia del ahorro y el despilfarro de la exultación.
Es la división inevitable, inequívoca del alma; el doble pistón que hace moverse a la máquina inmensa que nos mueve a su vez. Un equívoco tornado social que se mueve desde la moral del ahorro sexual de las pulsiones (dijo Wilhelm Reich, el desanudador de los orgasmos), entre barricadas morales, al momento inaplazable de la satisfacción y el goce, donde la culpa se libera en la confusión de las urgencias, en la prisa de nuestro tiempo. ¿No dice ahora ¡Goza! el superyó capitalista? ¿No se construye sobre los grandes frisos mediáticos el gran rompecabezas de las delicias con piezas sueltas de hedonismo a plazos, en citas rotas? ¿En una panoplia abarrotada de los sexos y Eros fugitivo? ¿En la insaciable carrera de todo sexo: de sexo próximo y sexo virtual, de nefando y protegido, hasta el sexo sin sexo?
Sexo por ordenador
De cualquier modo, estas preguntas que no pueden ser más que retóricas, conducen a un proceso no tan lejano que mermó y desintegró la poderosa red de la familia y que ahora aboca al empobrecimiento sexual: el proceso de cosificación, del sexo-cosa. No es que la sexualidad desconociera esa reducción a cosa, sino, más bien, que en las últimas décadas la publicidad y los medios cosifican la noción misma, el cómo se representa la sexualidad en el mundo-mundo.
La pasión espontánea se vincula ya a un desodorante, a un dentífrico, a un perfume, al uso de tu coche. La fabricación sin descanso, con jornadas de trabajo chino, de deseos artificiales asegura una contínua sensación de insatisfación muy útil para mantener al personal comprando, de rebajas a rebajas y, en el ínterin, si ello se asocia a que comprar aliviará los profusos e imprecisos anhelos.
De hecho, la cosificación de la sexualidad permite que todas las formas no sólo de la práctica, sino de la pura sabiduría sexual, se conviertan en posibles productos de una venta, de una compra. Todo compatible con las formas más ocultas pero potentes del puritanismo: ¿de dónde, si no, recibirían su verdadera fuente, dentro del capitalismo, los sex shops más surtidos? Mientras se reconocen por una parte los insoslayables deseos de los adolescentes –cine, programas televisivos y reportajes justos en el pase prestidigitador del velo y la muestra– y se alimentan, por otra, se impide su exploración de una forma abierta y libre. Los límites de la libertad más vanguardista en las cercanías de lo íntimo más pacato.
Negocio rentable
Traci Lords, actriz del porno, publica una autobiografía, "Undermeath it all", que se convierte en uno de los best sellers norteamericanos. Célebre porque el FBI descubrió en 1986 que había rodado la casi totalidad de sus películas porno siendo menor, terminó entonces su carrera. Había sido una de las estrellas más famosas del porno norteamericano de los ochenta. Tras más de media docena de éxitos, el colmo del éxito lo obtuvo con su autobiografía.
Chicas como Nora Louise y otras actrices de cine para adultos, así como sus productores, acuden a dar charlas en las mejores universidades de Estados Unidos; estudiantes y profesores se muestran encantados de mostrar su fascinación por esta rentable industria. Muy rentable. Es uno de los mejores stands para las ventas capitalistas.
Las razones de este auge del sexo son díficiles de explicar, tanto para los expertos como para los protagonistas de la industria. Algunos citan un cambio en el comportamiento sexual de las personas. Otros creen que la invasión del sexo en la televisión y en Internet avivó el interés por la pornografía, antes relegada a sombrías salas de cine. Todo un fenómeno para los nuevos tiempos.
Publicidad, el erotismo indirecto
En la publicidad, el sexo es el gran hermano. El gran introductor de los productos mayores, pequeños, mínimos. El sexo contacta, o mejor, contagia a la vida, porque el sexo, como repitieron hasta la saciedad nuestros grandes líricos –Lope, Góngora, Quevedo, Tirso– es la mayor enfermedad. El sexo penetra, como descubren para la terapia quirúrgica los nuevos médicos, por todas las vías o aperturas naturales (por el oído ojalá que no, decía al reportero en el mes de noviembre uno de estos cirujanos). En suma, en el capitalismo, como edad histórica que es, se vende con sexo. Desde luego, hay productos en que la referencia sexual tiene cierta razón de ser desde el origen de los tiempos: es el caso de la ropa femenina, los perfumes, la suave seda de los lechos. En estos casos pioneros, el espacio cedido a la sugerencia es mínimo, apenas más que un leve subrayado de sombra a la línea que marca la distancia que quiere el consumidor.
Pero en estas pocas décadas la regla constitutiva de esta gramática de las ofertas y los deseos ha alcanzado altos niveles de complejidad. El requiebro mercantil practica todos los dialectos de la confusión de Babel. La sutileza alusiva y subliminal convive con la referencia brutal y explícita. Tom Ford, ex diseñador de Gucci, un referente de la belleza mundana, prodiga una sensualidad sin fuga ni elipsis. Un día recortó el logo de su marca en el pubis de una modelo. En otro escaparate estético de cualquier calle mayor de la moda se podía adquirir aquel mismo año un exquisito frasco de fragancia llamada Vulva. Pero, ¿no huele también el sexo a dinero?
A partir de lo que a pocos debiera extrañar que el sexo se utilice para relanzar productos, agitar un reclamo, enturbiar un deseo o provocar en el apetito mercantil genérico la última gota que haga rebosar el vaso. Llamadas de impacto, sorpresa apelativa, convulsión del alma, todo vale cuando de lo que va la cosa es de vender más: tabaco, bebida, una prenda de deporte, ese complemento, el último artilugio de la comunicación universal, ya-ahora, en la propia mano, porque todos nos lo merecemos.
La sexualidad, como herramienta consagrada de persuasión en el marketing, capta la mirada y enreda el deseo. Gallup & Robinson, una firma de publicidad y de investigación de mercados, manifiesta que en más de cincuenta años el uso del erotismo es una técnica que se mantiene tozudamente en la línea de los gustos, por encima de la media en las escalas de resultados en la comunicación con el mercado. Precisamente, España ha sido uno de los países donde mayor uso publicitario ha tenido la sexualidad hasta hoy. La Comisión de la Imagen de las Mujeres en la Publicidad, por ejemplo, se las ve y se las desea para conseguir alguno de los objetivos de su ideario.
Clemente Ferrer, en "Persuasión Oculta" dice que el tema del erotismo en la publicidad “atenta contra la dignidad del hombre” o que “el erotismo no ayuda a vender”. Ideas que, posadas en la nube de alguna década del pasado, podrían volver, pero que hoy no están donde está el resto de las ideas que se hacen decisiones empresariales de hecho. También Adam Knowles remachó que el sexo connotaba “vulgaridad y ramplonería, consumos censurables y chabacanos”.
Pero el público comprador cambió su gusto y con ello el gusto de los publicitarios. Se empezó en la posguerra con el llamado síndrome de Robinson Crusoe, la imagen del buen salvaje con eslóganes tipo "La escapada"…o "El sabor de la aventura". Primeros paraísos perdidos y ahora reencontrados gracias a Camel o Ron Bacardi, con arenas blancas y exóticas palmeras, la línea más próxima a la sensualidad y el sexo, y dinero para pagarlo.
La industria del sexo del santo capitalismo
La industria del cine mueve anualmente más de 60.000 millones de dólares en todo el mundo; la demanda es más que estable. La llamada Anatomía de la industria del sexo ha convertido, como diría un moralista premoderno, uno de los negocios más viejos y criticados del mundo en uno de los más solventes. El cine para adultos está en las habitaciones de todos los grandes hoteles, en los hogares, en un montón de oficinas, en cualquier rincón donde se pueda conectar Internet por cable o digital. Sólo en la red están diariamente conectadas por lo menos 30 millones de personas, viendo sexo en alguna de los 260 millones de páginas web que ofrecen porno.
Lo dice un estudio reciente de N2H2, una agencia de análisis de las emisiones de Internet. Forbes da otro dato: 250 millones de personas consumen productos y servicios de esta industria. La meca del porno es, como en otras cosas, Estados Unidos, el gigante de cine para adultos, de servicio de acompañantes, de revistas, de clubes nocturnos, de sex shops, etc.
Aunque el fabricante más conspicuo es Brasil; aquí es más barato, más fácil, hay menos trabas. Según la Asociación Brasileña de Empresas de Mercado Erótico, aquí se facturan 30 millones de dólares por año: “Somos un negocio de primer orden, punto y aparte”, dice Steven Hirsch, presidente de los estudios Vivid.
Pero el enclave estadounidense está situado en un barrio muy tranquilo, en el Valle de San Fernando, California: Chatsworth. Aquí hay 200 estudios de pelis porno, se lanzan 11.000 películas por año, una tercera parte remakes de cierto éxito. La industria da de comer a 6.000 personas, de ellas 1.200 actores. Cada película cuesta unos 20.000 dólares. La actriz cobra de 500 a 5.000 dólares por su actuación y el chico, menos, alrededor de la mitad. En Las Vegas organizan todos los años su Convención Anual del Porno, donde se aprovecha para entregar los galardones especiales, los AVN Awards, una especie de Oscar de la industria porno.
Así que no es extraño que las nuevas actrices porno se quieran codear con las del celuloide. Jenna Jameson, a quien New York Magazine llamó icono cultural, decía en su libro "Cómo hacer el amor como una estrella porno", que “mi afán por el exhibicionismo me convirtió en estrella”. En Brasil, Rita Cadillac, dueña del trasero más aplaudido del país, llegó a la fama por ser la bailarina de un famosísimo programa de la televisión y terminó cediendo a la tentación del porno para asegurarse una buena jubilación.