Mis nietas viven en lo que -en tiempos de gloria, el ‘Siglo de Oro’ español - fueron los Países Bajos y son muy párvulas como para saber que las Filipinas -españolas hasta 1898- deben su nombre a Felipe II, que a los 36 años, tras su victoria sobre Henri II de Francia, en la batalla de San Quintín, comenzaba la construcción de El Escorial, un lugar de retiro espiritual cuyas obras duraron 21 años. Por LUIS SÁNCHEZ-MERLO (Secretaria General del Presidente del Gobierno 1981-1982).
En la tarde macilenta, con el color de plomo de los atardeceres de otoño, la amenaza de lluvia no ceja y mientras los castaños, anaranjados, siguen perdiendo la hoja, hemos echado la tarde en el Monasterio del Escorial donde un guía culto –sin prejuicios dinásticos- ha ido pacientemente desgranando curiosidades y arcanos de la ‘octava maravilla del mundo’.
Mientras su padre, el emperador Carlos, se pasó la vida en los campos de batalla, con su armadura de Mühlberg, Felipe II nunca fue un rey soldado. Después de San Quintín, y consciente del peligro que conllevaba que los reyes tomaran parte en las guerras, no volvió a pisar un campo de batalla, sin disimular que sus mayores errores, en el plano bélico, fueron el envío de la Armada contra Inglaterra y las matanzas del Duque de Alba en Flandes.
El hombre más poderoso de la tierra, -nacido en Valladolid, de donde salió con 20 años, viudo y con un hijo varón- fue un rey administrador que se ocupaba, sin descanso, de los asuntos de Estado. Aunque su error imperdonable fue endeudar al país hasta las cejas para sostener militarmente al imperio y apoyar la Contrarreforma católica, contra los países que habían abrazado el protestantismo.
Las lenguas no eran su fuerte (sólo se expresaba correctamente en castellano y latín). Quería saberlo todo y verlo todo. El autocontrol y dominio de sus emociones, “el sosiego” que le había inculcado su madre, Isabel de Portugal, (la única esposa del emperador Carlos I), producían una imagen fría, altiva e incluso distante. Pero el tiempo y la experiencia le ayudaron a pulirse y cuando, años más tarde, viajó a los Países Bajos y a Inglaterra todos destacaron su tacto y exquisita afabilidad. Y es que su madre, Isabel, también le había aportado una poderosa herramienta: la fortaleza de espíritu, para vencer la ira con calma, detener las disputas manteniendo el silencio y disipar las discordias con el afecto de sus palabras.
Se levantaba muy temprano y trabajaba hasta el mediodía. Comía siempre a la misma hora y poco después despachaba todos los documentos en los que debía poner su firma. Llegaba a rubricar unos 2.500 al día, en su obsesión por controlar todo lo que dificultaba el gobierno del mayor imperio de su tiempo.
A la caída del sol salía del despacho para estirar las piernas, casi siempre en la llamada sala larga, conocida también como galería de paseo, decorada -como toda la casa- con zócalos de azulejos azules -de Talavera de la Reina- que atemperaban las humedades, servían a la higiene y seguían la moda de la época.
Inteligente, culto, aficionado a los libros, coleccionista de relojes, armas, curiosidades, rarezas, devoto de la música, la pintura y la arquitectura, Felipe II, 1,58 de estatura, era un magnífico bailarín. Tenía un carácter, sosegado, constante y considerado, acorde a una profunda religiosidad. Su temperamento reservado respondía a su timidez, escondiendo la inseguridad bajo esa imagen de monarca serio, frío e insensible. Su pretendida prudencia era un rasgo más de desconfianza. La tradicional desconfianza del dirigente, tan repetida en los gobernantes de la historia de España.
Felipe II –que dejó de utilizar el título de Majestad y prefirió el de Señor- sólo tenía 28 años cuando se convirtió en rey con la difícil tarea de administrar el mayor imperio conocido, para lo que intentó instaurar un auténtico Estado Español, a pesar de que sus decisiones estaban limitadas por los fueros de los diversos reinos hispanos y por la amplia jurisdicción de la nobleza y del clero.
Gran aficionado a deportes solitarios como la pesca y la caza, tres o cuatro veces por semana iba en carroza al campo para cazar con ballesta el ciervo o el conejo. No se le conocieron muchos amigos, y ninguno gozó completamente de su confianza, pero tampoco fue el personaje oscuro y amargado que la leyenda negra ha transmitido a la historia. El rey jardinero por excelencia, mandó traer de Flandes 5000 árboles que aclimataron en Colindres.
A mis nietas les ha impresionado el relato de los innumerables ataques de gota -un mal que ha hecho estragos entre grandes mandatarios (la patología era frecuente entre los emperadores romanos y la sufrió, por ejemplo, el británico rey Enrique VIII)- que, durante 30 años atormentaron al monarca, destrozando buena parte de sus articulaciones. No podía permanecer en la cama sin padecer los dolores. Tampoco soportaba estar sentado hasta que su ayuda de cámara, Jean L’Hermite, ideó un ingenio consistente en una silla articulada que permitía al monarca cambiar de postura.
Los últimos diez años de su vida, la gota lo mantuvo postrado, llegando incluso a perder la movilidad de la mano derecha, lo que le impedía firmar documentos. Esta terrible enfermedad de reyes, de transmisión hereditaria, venía producida por una dieta baja en frutas y verduras, en beneficio de la ingesta excesiva de carnes de caza, como jabalí y venado. Los elevados niveles de ácido úrico en sangre, le llegaron a producir unos dolores insoportables.
Felipe II fallecía a los 71 años en un estado lamentable, tras una agonía que duró 53 días, sufriendo, además de gota, artrosis, fiebres tercianas (episodios de fiebre y escalofríos cada tres días), accesos e hidropesía (retención de líquido, que acabó con la vida de Cervantes). Víctima de una patología cruel y dolorosa, los médicos llegaron a prohibirle, en sus últimos días, comulgar por miedo a que se ahogase al tragar la hostia.
Velázquez fue Aposentador Mayor de palacio, responsable de colocar cuadros y muebles en El Escorial. A él le correspondió distribuir las pinturas de El Greco, Van Der Weyden y El Bosco y las sillas chinas plegables de la dinastía Ming -sobre las que Felipe II ponía en alto las piernas- que aún conviven con las horrorosas puertas de marquetería que, traídas de Augsburgo (Baviera) como regalo del emperador Maximiliano, comunican las dependencias de una casa en la que no había calefacción y los aseos eran portátiles.
El rey, que rechazaba la adulación pero era muy exigente en el ceremonial porque expresaba la grandeza de la Monarquía, enviudó en tres ocasiones y cuando se quedó solo tras la muerte de su cuarta esposa, Ana de Austria, se impuso un luto que no abandonaría hasta su muerte.
Inspirándose en la estancia de su padre en Yuste, Felipe II le pidió al arquitecto Juan de Herrera que distribuyese su alcoba de manera que, tumbado en la cama, pudiese ver el altar mayor de la basílica. En su humilde aposento, de una austeridad ejemplar tratándose del rey de España y de las Indias de América, la decoración consistía en una lámpara de aceite con la que escribía por la noche, el reloj de vigilancia y la ‘Mesa de los Pecados Capitales’, de El Bosco (en el centro de la mesa pone: cave, cave, Deus videt: cuidado, cuidado, Dios ve)
El proyecto del Monasterio de El Escorial, emanación muy particular del carácter de Felipe II, madurado en su última etapa en los Países Bajos y del que hizo partícipe a su padre, buscaba alzarse sobre las edificaciones más grandiosas de Europa y lo consiguió. Se inclinó por un sobrio clasicismo y un centenar de monjes jerónimos, -que habían acompañado al emperador Carlos V durante los últimos años de su vida en su retiro de Yuste- convirtieron el recinto en una máquina de rezar -sin interrupción- por la salud de la familia real, dando paso en el siglo XIX a los monjes agustinos. Una treintena de ellos se encargan desde entonces de la custodia del Monasterio en el que descansan los cuerpos de reyes, reinas e infantes.
Al salir de la cripta, a punto de finalizar la visita, un joven de los Países Bajos -impresionado por el carácter sagrado del Real Sitio- inquirió al guía cómo era posible que los agustinos hubiesen consentido la herejía de que se casaran allí hijos de políticos españoles.