El historiador Álvaro Van den Brule publicaba el pasado fin de semana en Elconfidencial.com un texto titulado "España y Portugal: de pareja ideal a matrimonio descabellado", dedicado a la "memoria de Saramago, un idealista; a los portugueses, nuestros hermanos", que nos ha parecido interesante reproducir para conocimiento de los lectores ibéricos de ambos lados de la Raia.
La cosa del roce y la vecindad de antiguo acabaron con las reticencias entre lo que parecía estar abocado a un no ser permanente. Era el tiempo de Felipe II y nuestro caminar, bastante seguro.
Los dos enormes océanos recién adquiridos para grandeza de propios y envidia de extraños, eran un trajín y hervidero de velas y tripulaciones llevando a los conquistadores hacia la fatigosa tarea de la colonización; era un tiempo en que el imperio español se nutría regularmente de “espinacas” y no tenía rivales de talla.
Pero había un pequeño reino que con criterios de expansión basados en la filosofía del comercio y que con algunos arcabuces, de apoyo dicho sea de paso, se había hecho con extensas y fructíferas rutas comerciales, pero en la dirección opuesta. Esto es hacia Oriente.
De espaldas
Si algo había caracterizado a Portugal y a los portugueses, era su secular afición a vivir de espaldas a sus vecinos peninsulares, afición por otra parte inveterada Portugal había hecho bien las tareas en los dos siglos anteriores y era un vecino con el que compartíamos experiencias comunes y algunas trifulcas, pero con una relación de conjunto en general bastante bien avenida. Su escuela de cartógrafos de Chagres era la más famosa de su tiempo y sus posesiones y factorías en la costa oeste africana, Brasil, India y sudeste asiático eran el sueño largamente esperado por España para alcanzar la cuadratura del círculo.
Finalmente esto sucedería hacia el año 1578, cuando el rey Sebastián de Portugal moría en un trágico lance en la batalla Alcazarquivir junto a los más señalado de su nobleza en tierras marroquíes. Al carecer de descendencia, la Casa de Avis se convertiría en un reto goloso para una turba de aspirantes a la sucesión.
Entre ellos un exultante Felipe II, tío del fallecido y emparentado con la casa real portuguesa, se pondría manos a la obra para reclamar sus derechos sucesorios. Tanto el clero como la aristocracia local, veían beneficios claros en este matrimonio sobrevenido y de algún modo, sorprendente. No obstante, el pueblo llano tenía muchos reparos al respecto, ya que si algo había caracterizado a Portugal y a los portugueses, era su secular afición a vivir de espaldas a sus vecinos peninsulares, afición por otra parte inveterada, a la vista de las constantes injerencias en los asuntos lusos por parte de sus vecinos peninsulares. Finalmente el Gran Duque de Alba disiparía cualquier duda portuguesa con una inapelable invasión en toda regla, instalándose en Lisboa discretamente y sin causar mayores.
Un vasto conglomerado territorial
La anexión supondría la unión de dos enormes imperios, alcanzando la Corona española la consecución en extensión y recursos en la suma de los más vastos territorios jamás hermanados bajo una misma bandera. La unión de Portugal y Castilla daría lugar a un enorme conglomerado territorial que incluía posesiones en todo el mundo desde México, Cuba, América Central, Sudamérica, Filipinas, como núcleos costeros en Berbería, Guinea, Angola, Mozambique, Golfo Pérsico, India y en el sudeste asiático, Macao, Molucas y Formosa. El llamado Consejo de Portugal, creado exprofeso para la mejor gobernación de los territorios luso continentales y de ultramar, respetaría los fueros y cargos de los locales para evitar suspicacias, impidiendo así con sensato criterio este rey prudente, la reproducción de hechos como los que generaría su padre con el advenimiento de los cortesanos foráneos que tantos problemas trajeron al buen gobierno de Castilla en su momento.
Durante los escasos sesenta años que duró esta unión los reyes españoles fueron muy escrupulosos en el respeto y práctica de una gobernanza no onerosa para el pueblo portugués
La voluntad para aceptar disposiciones constitucionales e institucionales preexistentes, había configurado la política de Felipe II ante la unión de Castilla con Portugal. El tradicional estilo de los Habsburgo de dirección descentralizada dinástica, aeque principaliter (“entre iguales”), fue cuidadosamente planificado para asegurar la supervivencia de la identidad portuguesa y la de su imperio evitando suspicacias en los locales. Primero Felipe II, más tarde su hijo Felipe III y finalmente Felipe IV durante los escasos sesenta años que duró esta unión fueron muy escrupulosos en el respeto y práctica de una gobernanza no onerosa para el pueblo portugués.
Una apuesta por Iberia
Sobre la base ideológica de la recuperación del solar patrio; la antigua Hispania romana, se intentaron aproximaciones más o menos exitosas en busca de la ansiada unión. Una forma de iberismo latente afloraba de cuando en vez.
Una de ellas, constituyó la apuesta del rey Juan I de Castilla (1379 - 1390) en su matrimonio con Beatriz de Portugal convirtiéndole en rey del país vecino. El apoyo de la nobleza portuguesa fue clave para imponerse en la crisis sucesoria a la muerte de Fernando I de Portugal. Pero su derrota en la Batalla de Aljubarrota quedaría en agua de borrajas y el retorno de la Casa de Avis sería inevitable.
Los nobles portugueses tras vencer a la Guardia Real en un repentino golpe de Estado, depondrían a lo más florido y granado de los colaboradores españoles y coronarían a Juan IV como Rey de Portugal
Años más tarde, entre 1475 y 1479, durante la Guerra de Sucesión Castellana, los partidarios de Juana la Beltraneja propiciarían el caldo de cultivo apropiado para una posible unión de los dos reinos, el castellano y el portugués, pero las intenciones de Isabel de Castilla iban en otra dirección. Aragón se perfilaba desde el este como una firme candidata a un matrimonio seminal y exitoso.
Todavía en 1500 habría una oportunidad esquiva también tras el fallecimiento del príncipe Miguel de la Paz, hijo de Manuel de Portugal que lamentablemente no prosperaría en el apuntalamiento de una corona común.
La unión con España quedaría finiquitada el día 1 de diciembre de 1640. Los nobles portugueses tras vencer a la Guardia Real en un repentino golpe de Estado, depondrían a lo más florido y granado de los colaboradores españoles y coronarían a Juan IV como Rey de Portugal. La Guerra de Restauración portuguesa se prolongaría hasta 1668, año en que se firmó el tratado de Lisboa, a través del cual el rey español Carlos II reconocería la independencia de Portugal.
Tras los Austrias mayores vendría una pronunciada decadencia y lo abarcado en los cien años anteriores, se tornaría volátil por la dificultad de mantener tan inmensas fronteras ante los innumerables aspirantes al magno banquete estratégico.