EL Opus Dei, como la Masonería o el Poder Negro de los Jesuitas, han ocupado secularmente el imaginario español más secretoso e inquietante. Hoy, ninguno de los tres poderes parecen ejercer la influencia terrena y espiritual que un día ostentaron, especialmente cuando en el Vaticano reina un jesuita vestido de blanco. Sólo la fuerza de las urnas y la sociedad civil deben ser los verdaderos protagonistas de nuestros destinos.
El resabio popular –por los dos lados que le toca, de viejo y de sabio- sabe de la eterna alianza del secreto con los poderes o del poder con los secretos, que tanto da, según sea la encrucijada que a cada tiempo le toque vivir. Por eso, al fin y al cabo, nunca les viene a los tres – al Opus, a la Masonería o al cerrado bastión que escoltó durante casi medio milenio al Papa Negro de los Jesuitas– de más, sin merecimiento y justicia aparente, ver las trincheras de recelo y prejuicios cavadas, una generación tras otra, alrededor de sus elevadísimas causas, empresas y obras más o menos pías.
Como gatos escaldados, la ciudadanía común, desde los tiempos en que ni sospechaba verse un día halagada en su estatuto de ciudadano votante, vio en toda forma de poder un contacto visceral con la malicia, la conjura, el medro y el engaño, siempre a su costa y ejercido a sus pobres expensas. Cuando pudo, lo gritó populacheramente en carnavales, irreverencias, bajadas de pantalón o subida de faldas, chistes soeces o proclamas utópicas que, dos o tres veces por siglo, llegaban a encender revoluciones, lograr obras de arte o, más comúnmente, solían terminar en actos fallidos con su buen trágala de apéndice y escarmiento.
¿Quién se va a extrañar ahora, entonces, de la devoción popular por un mundo de purpurinas todo a cien, el culto a la malicia más que a la maldad o, siempre que se pueda, por lo menos, la consumación del gesto hasta el acto liberador e iconoclasta?
Convertidas las chirigotas y murgas de Cádiz en concurso televisado y los carnavales escatológicos en atracción turística de interés nacional, al personal poco más le queda que la paradójica protesta del consumo: en este caso un thriller mestizo de bodrio histórico y bestseller mediático por poco más de treinta euros en pastas nobles o por menos de la tercera parte para quien decida verlo ya en pantalla de saldo a color en compañía de Tom Hanks, la francesita Audrey Toutou y el albino asesino que ya nos había adelantado el genial Umberto Eco en El nombre de la rosa, aunque se tratara en este último caso de un Sherlock Holmes trasplantado al medioevo. ¿Era eso El Código Da Vinci: un disparate histórico, un medro editorial, un púlpito irreverente en tiempos de laicismo, entre la duermevela del inquisidor Torquemada y la omnipotencia de los grandes medios de comunicación de la era global, una muda de camisa histórica escenificada con todo el candor de los sentimientos más elementales?
Si se mira la cosa con cierta distancia, la figura del autor del libro, Dan Brown, pierde relieve y se reduce al dedo que tocó un botón rojo con la inocencia del burrito que hizo sonar la flauta en la fábula de Samaniego. No hay que perder las perspectivas: en un incendio lo importante es lo que arde. Lo que arde para algunos es nada menos que el rescoldo de una vieja secta combatida por la iglesia católica en los primeros siglos, el tenaz arrianismo de nuestros primeros reyes godos, para quien Cristo era un hombre y nada menos que un hombre.
Para otros, la simple desfachatez del escándalo oportunista tras la consumación de otro pelotazo económico, si puede ser a dos, tres o cuatro bandas, mejor. No faltan quienes advierten las voces del integrismo católico, tras la anterior muestra del musulmán con las caricaturas holandesas. Y quienes, por cerrar provisionalmente la lista, ven la llegada de un oportuno ajuste de cuentas con tres sociedades ocultas que han medrado, ahora o ayer, a favor de pactos de silencio inconfesables.
OPUS: De obra pia a lobby multinacional
La nueva mentalidad, según esto, hace hoy que sea imperdonable, por inadmisible, atacar la democracia, mientras sí acepta como admisible, y en cualquier caso perdonable, atacar a personas e instituciones de la Iglesia y a la misma Iglesia y a Jesucristo, con el morbo añadido de atacar un tabú que es preciso desenmascarar, sabiendo que está admitido por la corrección política hoy en boga: el gnosticismo políticamente correcto.
Por su parte, el Opus Dei no parece confiar en análisis de tales calados sociológicos sobre las presentes mentalidades y actúa. La “supuesta sociedad secreta a las órdenes del Papa, que tiene como objetivo mantener a salvo supuestos secretos muy preciados para la Iglesia”, debe saber que la gran masa de lectores y cinéfilos del mundo es reacia a crearse más problemas mentales de los que ya le sobran en un mundo aturdido por la proliferación de los mensajes. Ya anunció en su día la producción de documentales para explicar las labores de la orden, las líneas espirituales de la vida de San JoseMaría, sus tareas educativas y sociales, sin olvidar un lenguaje asequible como el que pueden prestar, en otro video realizado en Nueva York, un bombero de Los Angeles, un vendedor de Huston, un granjero de Illinois y un empresario de New Jersey.
El Opus Dei se suma hoy a la ola renovadora que impulsa dentro de la Iglesia el papa Francisco. Por primera vez en casi un siglo de existencia, la poderosa prelatura ha dejado abierta la puerta a la posibilidad de que su dirección sea ocupada por alguien que no haya trabajado codo con codo con Josemaría Escrivá de Balaguer, el fundador santificado, o que no haya nacido en España, donde están las raíces de una organización implantada en más de 60 países y 90.000 seguidores, de los que 2.051 son sacerdotes. “Será un momento histórico”, describe un portavoz de la oficina de información del Opus, en cuya dirección se han sucedido hasta ahora tres españoles: el fundador; el beato Álvaro del Portillo, que fue su mano derecha durante 40 años; y Echevarría, que a su vez también fue colaborador de Balaguer durante más de 20. “Que llegue el momento en que el prelado no haya conocido ni trabajado con el fundador es algo natural y será una nueva muestra de la madurez de esta institución de la Iglesia”.
Los analistas han vivido el ascenso de Ocáriz (“un cargo es una carga”, matizan en el Opus) como un punto de inflexión en la trayectoria de la institución. También, como un guiño al Papa, que es jesuita, predica con verbo fresco, no siempre ha compartido las opiniones de Cipriani —excluido, por ahora, del núcleo ejecutivo—, y se tutea con su compatriota Fazio, el nuevo vicario general el Opus.
Fuertemente implantada en América Latina y Europa, y con presencia en África, da ahora sus primeros pasos en Kazajistán o Vietnam y está lista para iniciar su trabajo en Cuba cuando las circunstancias políticas lo permitan, según fuentes consultadas. En sus estructuras hay más mujeres que hombres, según la organización. La edad media de sus integrantes se ha elevado en el último decenio. En su mayoría son laicos de clase acomodada con capacidad para influir en los despachos más importantes; dedicados al principio de “santificar el trabajo”; y siempre rodeados de críticos, algunos, exmiembros de la organización, que opinan que esta promueve el conservadurismo, limita las lecturas de sus integrantes y ejerce el proselitismo.
En España, un centenar de colegios, la Universidad de Navarra y la escuela de negocios IESE tienen relación con la Obra, que les da, según un portavoz, guía espiritual. Esa radiografía resume la gran capacidad de influencia y movilización del Opus, que durante la beatificación de Del Portillo, celebrada en Madrid en 2014, reunió a más de 100.000 personas, entre ellas dos ministros del Gobierno y 40.000 jóvenes llegados de todos los rincones del planeta. Esas cifras reflejan su fuerza para influir en las instituciones y, en consecuencia, la importancia de los cambios en su cúpula.
JESUITAS.: Modelo de liderazgo y de gestión
Los jesuitas: una empresa fundada por diez hombres en 1540, sin capital ni organigrama previo. Masas ha habido siempre, pero Ortega sólo habló novedosamente de su rebelión.
Los jesuitas no sólo formaron formidables equipos de gobierno que dirigieron a las masas, sino férreos y lúcidos líderes que formaban y dirigían staffs empresariales de su época, equipos de conquista y colonización, y fieles devotos hasta el martirio, capaces de predicar en castellano a miles de hablantes de otras desconocidas lenguas, para pedirles nada menos que el alma. Algo que un empresario actual –eso de pedir el martirio– no se atrevería a pedir a sus subordinados en esos términos (en otros términos sí se atreven e incluso lo legalizan).
La literatura de la gestión empresarial conoce a San Ignacio, al padre Rivadeneyra o a Baltasar Gracián por algo más que por algunos aforismos ingeniosos. Eran gente nada lerda para concebir soluciones y acometer “las más audaces empresas del mundo”. Sabido es que Gracián, en lo más alto de su fama, fue encerrado a pan y agua en su celda por haber publicado El Criticón sin el Nihil Obstat o Licencia del Ordinario, aunque se lo dedicase a algún Serenísimo Señor del gran poder humano para curarse en salud.
El liderazgo al estilo de los jesuitas, abunda en esa idea. “Las mejores prácticas de una Compañía de 450 años de historia que cambió al mundo.” El libro, de Chris Lowney, ex jesuita, ha sido también director administrativo del banco de inversión J.P.Morgan en Tokio, Singapur, Londres y Nueva York. Según él –que sabe de qué habla por los dos costados que importan aquí: el de jesuita y el de empresario–, más que los votos de pobreza, castidad y obediencia, hoy día hay que fijarse en las cuatro reglas que constituyen los pilares del liderazgo de aquellos hombres de empresa, con capacidad para enseñar mucho a los de hoy: conocerse a sí mismo, mediante un examen de conciencia, que hoy pudiera llamarse capacidad de autoanálisis realista, ingenio: enfrentarse con creatividad a los cambios y asumir riesgos; amor, descubrir la capacidad del otro y aprovecharla en la empresa común; heroísmo, aspirar a lo más alto, hoy se entiende mejor con un pequeño recorte más desacralizado: aspirar a lo más; ejercicios espirituales, al fin y al cabo, en cuatro semanas o en lo que dura un master de 300 o 400 horas.
Uno de los datos más llamativos de la situación de La Compañía de Jesús en el siglo XXI es la pérdida de 30.000 miembros en los últimos veinticinco años. Perdieron el 44,9% de su nómina desde el Vaticano II: tenían 36.038 en 1965 y no llegan ahora a 20.000. Con el tiempo, sin embargo, este ejército de Cristo al servicio directo de los Papas se convirtió en una de las máquinas ideológicas más poderosas de la tierra y a la admiración sumó más tarde la inquina por su presencia en todos los cenáculos políticos de importancia y hasta en los confesionarios y gabinetes más privados de las familias reales rectoras de los gobiernos absolutistas.
Conservadores y elitistas, desde Trento, los jesuitas comenzaron, sin embargo a producir figuras intelectuales de talante muy renovador tras la Segunda Guerra Mundial: Pierre Teilhard de Chardin, John Courtney Murray, Karl Rahner o Henri de Lubac, bastarían para confirmar esa lista. Pero los atavismos de los resabios populares –como en el caso de la Masonería– no se van de la noche a la mañana y ahí han quedado marcas en el propio diccionario de la RAE. Del término jesuita se apuntan tres acepciones: la primera, “miembro de la Compañía de Jesús”; la segunda: “disimulado, hipócrita o taimado”, y la tercera: “pastelillo de hojaldre relleno de jamón y queso, cubierto de dulce.”
Hoy, la verdad, es que los jesuitas, con el Papa Francisco a la cabeza, gozan, en general, de bastante buena prensa y no siempre en las alturas jerárquicas de su Iglesia. A lo largo del último cuarto del siglo XX los comentaristas internacionales solían hablar de la figura creativa e innovadora del padre Arrupe, el papa negro, haciendo un poco lucido contraste con la mole musculosa, espectacular, teocrática y anticomunista del papa polaco Juan Pablo II. El sucesor de Arrupe, el holandés Peter-Hans Kolvenbach , ha tenido que repetir el víacrucis de su antecesor a la hora de poder ver aceptada la renuncia. “Espere por lo menos hasta 2008 para irse. No vayan a decir que el nuevo Papa blanco lo primero que ha hecho es echar al papa negro, que dicen que dijo Benedicto XVI recién nombrado Papa cuando Kolvenbach le pidió que aceptara su dimisión.
Y es que, en los últimos años, de fuerza de choque de los Papas del Vaticano y de cuerpo de élite de la Iglesia Católica, los jesuitas han pasado a ser sospechosos de progresía. Por si fuera poco, los Ejercicios Espirituales de San Ignacio ( libro del que se declararon admiradores Lenin o Roland Barthes) se edita regularmente en las Escuelas de Negocio y el peso de los jesuitas en la vida social en todo el mundo y particularmente en la enseñanza les está prestando un prestigio entre los no creyentes o los más alejados del núcleo duro de la Iglesia.
MASONERÍA: Contubernio judeomasónico
El término amalgamado judeo-masónico fue el último refrito del reiterativamente dictador y nunca escrito catecismo franquista.
Hacía su caldo en todos los potajes ideológicos salutíferos de la posguerra, asociado sin excepción a crípticos y ponzoñosos cenáculos, conjuras, urdimbres infectas y otros espacios telúricos cargados a la cuenta de la araña letal de tentáculos antipatriotas, que tramaba en los sótanos de una sociedad saneada por el caudillo salvador la descomposición moral y cívica de los españoles.
Un sambenito difícil de sacudir, según los actuales responsables de las logias, como Joseph Corominas, Gran Jefe de la Gran Logia de España. “En nuestra organización –asegura– tenemos prohibido hablar de política y de religión, pero no somos secretistas. Es un lastre que hay que ir desmitificando.”
Difícil tarea. Porque es una de las tres instituciones –con el Opus y los Jesuitas– secularmente envuelta en el aura más bien proterva y subterránea, de fulgores un tanto luciferinos, difamada a ultranza por todos los poderes supuestamente emanados de la luz y el orden naturales. Perseguida, temida y denostada, se le suponía una voz en inevitable distorsión y un rito, un léxico y un código moral, como el de los vampiros, incapaz de convivir, en paralelo con el resto de los humanos, a la clara luz del día.
Los autores de La verdadera historia de los masones, Jorge Blaschke y Santiago Río Robledo, resumen, sin embargo, cientos de años de historia señalando que el objeto de tan infamada organización era, básicamente, “la búsqueda del mundo interior y el perfeccionamiento del ser humano.” Un vehículo de sabiduría antigua y superior, en conexión casi directa con los misterios y enseñanzas simbólicas de la antigüedad, de Egipto y Grecia hasta llegar a Isaac Newton, su fundador moderno.
Tras él, en una larga lista, personajes como Walter Scot, Jonathan Swift, Oscar Wilde, Conan Doyle, Rudyard Kipling, Alexander Fleming, Churchill, Monstesquieu, Voltaire, Goëthe, Benjamín Franklin, 15 presidentes norteamericanos, Bolívar, San Martín o Hugo Chávez (sin respeto por la cronología).
La aportación personal de Dan Brown en El Código Da Vinci es que todos podrían tener como común padre masónico a otro ilustre del Renacimiento: el propio Leonardo Da Vinci. Pero ya se sabe que el autor del Código bebe, a más de muy diversas fuentes, de su propia inspiración incontrolable.
Como no podía ser menos en una tierra de tantas resonancias telúricas y gusto por los misterios de toda clase, la historia de los masones se beneficia de un capítulo netamente hispano. Masones fueron aquí renombrados políticos como Figueras, Salmerón, Castelar, Lerroux, Fernández de los Ríos, Companys y parece que el mismísimo Azaña, nombres casi todos más conocidos por el nombre de muchas avenidas, calles y plazas de nuestras ciudades que por haber sido presidentes de alguna de las dos repúblicas habidas, de gobiernos de la derecha y de la izquierda o, por salirnos del feudo político, por “poner un día muy alto el listón de la ciencia española” , que éste sería el caso de Ramón y Cajal.
Aunque Franco y Carrero Blanco parece que se obsesionaron con el insidioso peligro de la masonería española aliada a otros contubernios internacionales de más fuste, y se llegó a expedientar a la notable cifra de 80.000 masones, hoy la masonería en España parece gozar de buena salud aunque su número no sea para nada desorbitado. En total, dicen los entendidos, unos 3.000 masones –otros suben hasta 5.000– sin que sepamos cuáles de los dos grupos de entendidos lo son más organizados en tres Logias: la Gran Logia de España, la Gran Logia Simbólica y el Gran Oriente de Cataluña.
La masonería se restableció en España a finales de la década de los setenta y ya parece que estaban muy presentes desde antes en la vida política de este país, si es cierta la anécdota que se cuenta de Alfonso Guerra, que, tras el Congreso de Suresnes, dijo: “Por fin hemos conseguido echar a los mandilones”, refiriéndose a algunos socialistas de poder que se decía estaban vinculados a la masonería.
De su primera llegada a Madrid se aventura hasta el año: 1728, la primera logia en saltar desde las islas británicas, que se constituyó no lejos de los viejos calabozos de la Inquisición –a mitad del XVIII, muchos pasaron años en esas mazmorras y bastantes más acabaron en las temibles galeras– con el nombre de Respetable Logia Matritense o de las Tres Flores de Lys.
El Gran Maestre de la Gran Logia de España, Josep Corominas –que sucedió a Lluís Salat y Tomás Sarobe, sus antecesores en esta logia– es, precisamente un socialista. Y bastante tradicional, por lo que dice: “Hay que recuperar el trabajo intelectual, filosófico y esotérico que siempre nos ha caracterizado. Es primordial restablecer el trabajo tradicional y volver a dar más valor al análisis de las herramientas y a los símbolos”. Y por si Franco y Carrero Blanco quisieran oirle, Corominas añade: “Ser masón es un trabajo de perfeccionamiento individual y no un contubernio.” Que conste. Lo de la internacionalización, ¡qué remedio!, porque dicen que casi la mitad de los masones españoles son ingleses residentes en nuestro país. Cosas del mundo global.
En el reciente libro “¿Por qué deje de ser masón?. Cuando los masones invocan a Lucifer”, el francés Serge Abad-Gallardo, de origen español, cuenta una historia y demuestra una tesis. La historia es la de su estancia de casi 20 años en las logias con un relato más pormenorizado, sin desperdicio, sobre la liturgia masónica. Eso sí, la masonería nunca renunciará a ser un instrumento para medrar, un elemento de favores mutuos que crea un interesado espíritu de mutuo auxilio, no precisamente familiar, sino profesional y político.
El autor recuerda cómo se le abrieron puertas cuando estaba en la obediencia masónica y cómo se le ha perseguido, así como a su familia, para marginarle, especialmente en el apartado laboral. Es arquitecto funcionario y desde que abandonó la masonería las está pasando canutas. Sus antiguos hermanos están dispuestos a arrebatarle la herencia y para ello no dudan en amenazarle y en truncar su carrera profesional.