La periodista y escritora norteamericana Jane Mayer acaba de publicar el libro “Dark Money” sobre la vida y negocios de Fred Koch, el padre de Charles y David Koch, conocidos multimillonarios involucrados en las acciones de Estados Unidos en política exterior, las elecciones y todo cuanto se mueva en ese país. (Por separado, son los sextos en la lista Forbes de los más ricos del mundo; juntos, superarían a cualquiera). Pero les encanta que sus empresas, en torno al petróleo, sean desconocidas. Gracias a este libro nos enteramos de la forma en que este patriota yanqui se alió con Adolfo Hitler para incrementar su fortuna.
El nuevo libro de Jane Mayer, "Dark Money", abre un nuevo camino en la familia Koch en un momento en el que su enorme influencia en la democracia estadounidense está bajo un mayor escrutinio.
El libro de Mayer pone de relieve la nueva información sobre Fred Koch, el padre de Charles y David Koch, dos de los multimillonarios más ricos del planeta que se han comprometido a gastar más de lo que nadie ha prometido jamás pasar en las elecciones USA, casi mil millones de dólares en el ciclo 2016. Un Fred Koch que adoctrinaba a sus hijos con su antigubernamental virulenta, la filosofía anti-impuestos, un mundo que controlan megacorporación Koch Industries, décadas sembrando de dinero numerosos grupos al frente de su agenda .
Los Koch han reconocido anteriormente parte de la historia de su padre acerca de ayudar al dictador soviético Josef Stalin construir refinerías y luego predicar contra el comunismo en los EE.UU. una vez que se hizo su fortuna. Pero Mayer revela nueva información sobre cómo Fred Koch se unió a fuerzas con un verdadero simpatizante nazi de los EE.UU. para construir una refinería aprobado personalmente por el propio Adolf Hitler, una de las tres refinerías más grandes del Tercer Reich, que fue utilizado para crear combustibles para Hitler ataques mortales contra las naciones pacíficas.
Los lectores pueden estar en desacuerdo con la historia contada cuando se lee la alabanza de Fred Koch a la Alemania bajo Hitler, así como las otras potencias del Eje, Japón e Italia. En 1938, Fred Koch dijo que “aunque nadie está de acuerdo conmigo, soy de la opinión que los únicos países de sonido en el mundo son Alemania, Italia y Japón, simplemente porque todos están trabajando y trabajando duro”. Y agregó: “Las personas que trabajaban en esos países son proporcionalmente mucho mejor de lo que son en ningún otro lugar en el mundo. Al contrastar el estado de ánimo de la Alemania de hoy con lo que era en 1925 se empieza a pensar que tal vez este curso de la ociosidad, la alimentación en el canal público, la dependencia de gobierno, etc., con los que estamos afligidos no es permanente y puede ser superada ".
En una carta pública a sus empleados rechazando cualquier sugerencia de que Fred Koch simpatizaba con los nazis, Koch Industries escribió que la refinería alemana fue un proyecto entre muchos otros proyectos en nueve países, y que otras empresas estadounidenses como Coca Cola y Ford también estaban haciendo negocio en Alemania en la década de 1930. (Ni Coca-Cola ni Ford ni sus ejecutivos se han comprometido a gastar cientos de millones que influyen en los Estados Unidos las elecciones de este año).
Dueños del partido republicano
Son inmensamente ricos y nunca han ocultado su deseo de ser poderosos. Se han convertido en la mayor fuente de financiación privada del Partido Republicano, así que prácticamente pueden decidir quién es su candidato a la Casa Blanca. Hasta ahora ejercían su poder con discreción, pero ahora, alarmados por la «deriva socialista» del país, se dejan ver. Ellos son la mano que mece la urna.ue está dispuesto a invertir 1000 millones de dólares de su propio bolsillo para garantizarse que competirá con Hillary Clinton en la carrera hacia la Casa Blanca. El resto de los candidatos no pueden permitirse el lujo de darles la espalda a los hermanos Koch. Al fin y al cabo hay 889 millones de dólares en juego que los empresarios han anunciado que piensan invertir en este ciclo electoral. Una fortuna que podría convertir a uno de ellos en el próximo presidente de Estados Unidos.
Los Koch siempre han estado interesados en el negocio de las influencias políticas. Aunque a menudo se los describe como ultraconservadores, ellos prefieren autodefinirse como libertarios: creen en la desregularización del mercado, aborrecen el establishment que domina las cámaras legislativas de Washington y consideran que la dimensión del Estado es desproporcionada y que controla en exceso la vida de los ciudadanos, pero en temas sociales, como el matrimonio gay o el aborto, son progresistas. Por supuesto, sus detractores, que a menudo los retratan como a villanos de cómic, se cuentan por cientos.
Uno de los más desafiantes ha sido el senador Bernie Sanders, el candidato que desafiará a Hillary Clinton en las primarias demócratas. «Su objetivo dice Sanders no es solo terminar con la reforma sanitaria, oponerse a aumentar el salario mínimo o recortar la inversión en educación. Quieren derogar cada ley de los últimos 80 años que ha ayudado a proteger a la clase media, a los ancianos, a los niños, a los enfermos y a las personas más vulnerables. La verdad es que la agenda de los hermanos Koch es convertir este país en una sociedad oligárquica en la que la vida económica y política esté controlada por un puñado de familias multimillonarias».
Pese a su poder, su reputación y su fortuna, los Koch han logrado pasar inadvertidos durante décadas. Se rigen por un criterio de discreción absoluta. Por eso, toda su red de influencias políticas funciona a través de institutos y fundaciones en forma de think tanks (o laboratorios de ideas) como el CATO Institute, Mercatus Center u organizaciones como Americans for Prosperity, a los que los Koch donan anualmente decenas de millones de dólares. Que la opinión pública no supiera demasiado sobre ellos siempre ha sido parte de su estrategia. Al fin y al cabo, como David Koch dijo en una ocasión, su conglomerado empresarial es «la compañía más grande de la que usted nunca ha oído hablar». Ellos mismos son un pequeño misterio. David, más tímido que su hermano mayor, lleva una vida tranquila y cosmopolita en Nueva York, donde es el residente más rico de la ciudad. Charles es el presidente de Koch Industries, tiene su residencia en Kansas y siempre ha sido el más vehemente de la familia. De hecho, se lo conocía por remitir alarmantes cartas en las que advertía sobre una deriva socialista a otros millonarios como él. Sin embargo, con la campaña presidencial de 2016 a la vuelta de la esquina y un presupuesto de 889 millones de dólares preparado para llevar a un candidato republicano hasta la Casa Blanca, los hermanos han decidido romper su silencio y abrirse poco a poco a la prensa.
Los hermanos Koch nacieron en Wichita, Kansas, en el periodo de entreguerras. Y, en realidad, no son dos, sino cuatro: Frederick, de 81 años; Charles, de 79; y los gemelos David y Bill, de 75. En casa, los desacuerdos entre ellos se arreglaban a puñetazos y no había demasiado tiempo para disfrutar de la fortuna familiar que su padre, Fred C.
Koch, amasó gracias a su empresa petrolera. «Mi padre me puso a trabajar cuando tenía seis años», ha explicado Charles. Al mayor, Frederick, nunca le interesó el negocio familiar. Mientras el resto de sus hermanos estudiaban Ingeniería, él se decantó por estudios de Humanidades en Harvard y Yale y se convirtió en un prominente coleccionista de arte. A finales de los ochenta y principios de los noventa, los Koch se enfrentaron en una dura batalla legal por el control de la compañía que fundó el patriarca, batalla de la que Charles criado para ser el sucesor natural de su padre y David salieron victoriosos. Hoy por hoy, Koch Industries es el segundo conglomerado industrial de Estados Unidos, factura más de 100.000 millones de dólares al año y tiene unos 80.000 empleados en plantilla en sectores tan diversos como la refinería de petróleo, los biocombustibles, la industria química, los minerales, el papel o el vidrio.
Pero de su padre los Koch heredaron algo más que un negocio boyante. A finales de los años veinte, Koch ingeniero de profesión inventó una forma más eficiente de refinar el petróleo, pero la patente de su innovación se enredó en una maraña de demandas en Estados Unidos y decidió viajar a la Unión Soviética para construir 15 refinerías para el régimen de Stalin. Cinco años después, en 1929, Koch volvía a Wichita con una pequeña fortuna en el bolsillo con la que montaría su propio negocio, Rock Island Oil & Refining. Sin embargo, su estancia en la Unión Soviética lo convirtió en un aguerrido anticomunista y a su regreso escribió un panfleto en el que describía el país en el que había vivido como «la tierra del hambre, la miseria y el terror». Su obsesión por el régimen soviético se convirtió, según explicaría muchos años más tarde su hijo David, en una paranoia en toda regla. En 1958, Koch fue uno de los fundadores de la John Birch Society, un grupo que denunciaba la «filtración de comunistas» en los partidos demócrata y republicano y que abogaba por limitar el tamaño del gobierno de Estados Unidos.
Plutócratas y prejuicios
Según escribía recientemente el gurú Paul Krugman, “cada vez que uno piensa que la retórica política en Estados Unidos ya no puede empeorar, lo hace. El combate de las primarias republicanas se ha transformado en una competición para llegar a lo más bajo y ha logrado algo que a lo mejor nos parecía imposible: que George W. Bush parezca un dechado de tolerancia y habilidad política. ¿Pero de dónde sale toda esta bajeza?”.
Esencialmente, responde, el auge de la extrema derecha estadounidense ha sido el auge de una coalición, una alianza entre una élite, que pide impuestos bajos y liberalización, y una base de votantes movidos por el miedo al cambio social y, sobre todo, por la hostilidad hacia ya saben quién. “Sí –responde Krugman– ha existido un plan concertado y exitoso de los multimillonarios para empujar a Estados Unidos hacia la derecha. No se trata de una teoría de la conspiración; es simplemente historia documentada con detalle en un revelador libro que acaba de publicar Jane Mayer “Dark Money”. Pero el plan no habría llegado tan lejos, ni mucho menos, si la Ley de Derechos Civiles no hubiese tenido las repercusiones que tuvo y si, como consecuencia, los votantes blancos sureños no se hubiesen pasado al Partido Republicano”.
“En cualquier caso –analiza el articulista– para los progresistas la pregunta es qué dice todo esto acerca de la estrategia política. Si la fealdad de la política estadounidense solo tiene que ver, o casi exclusivamente, con la influencia de las grandes fortunas, entonces los votantes de clase trabajadora que apoyan a la derecha son víctimas de una falsa conciencia social. Y tal vez sea posible que un candidato que predique el populismo económico rompa con esa falsa conciencia y, de ese modo, logre una reestructuración revolucionaria del panorama político defendiendo con la convicción suficiente que está de parte de la clase trabajadora”.
“Por otro lado, si las divisiones de la política estadounidense tienen que ver con algo más que el dinero, si son el reflejo de unos prejuicios muy arraigados que los progresistas no son capaces de templar, esa expectativa de un cambio radical es una ingenuidad. Y creo que así es. Eso no significa que sea imposible avanzar hacia unos objetivos progresistas; Estados Unidos se va volviendo más diverso y tolerante con el tiempo. Fíjense, por ejemplo, en la rapidez con que la oposición al matrimonio homosexual ha pasado de ser una bandera electoral para la derecha a un lastre”.