El vaciamiento de las democracias a medida que las elites dominantes se retiran y los votantes se abstienen de la política electoral de masas. Peter Mair analizaba antes de morir el año pasado en su libro “Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental” las paradojas del triunfo de la «tercera vía» y la emergencia de una clase gobernante desprovista de legitimidad, mientras los partidos se convierten en apéndices del Estado. Un libro y una teoría que confirma con creces la dura actualidad política española, su fragmentación y su m ás que difícil confuencia para encontrar un gobierno estable y consecuente.
¡La política ya no es lo que era! Los vínculos de la ciudadanía con los partidos son escasos, al igual que la credibilidad y la confianza que emanan. Casi nadie se siente llamado a Europa a formar parte de un partido político, y aún menos estos nos representan a lo largo de toda la vida. Vínculos líquidos con unos partidos que no apreciamos y por los que nos decantamos por un ejercicio en pro del mal menor.
De la pérdida de solidez de la democracia occidental, de su proceso de banalización de la política nos habla Peter Mair, uno de los politólogos más reputados e interesantes de las últimas décadas, y que murió de forma prematura en 2011, en su libro “Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental” (Alianza Editorial, 2015). Desde su punto de vista, la era de la democracia de partidos, los tiempos de la democracia popular ya han pasado. Aún estas organizaciones políticas no han sido sustituidas por formas de representación mejores, lo que nos dibuja un futuro algo sombrío para una gobernanza que sirva a los intereses colectivos. La indiferencia ciudadana hacia el mundo político tiene consecuencias importantes sobre la reputación, pero también sobre la legitimidad de la democracia moderna.
“La era de la democracia de partidos ha pasado”. Así comienza Peter Mair su sombrío análisis de las perspectivas actuales de la representación política en el mundo desarrollado. Las transformaciones sufridas por los partidos y la indiferencia ciudadana hacia el mundo político tienen consecuencias sobre la reputación, la leg itimidad y la eficacia de la democracia moderna. En las democracias de Europa occidental, la participación electoral está en declive y ha disminuido considerablemente la afiliación a los principales partidos, al tiempo que las élites políticas se están remodelando como una clase profesional homogénea y retirándose a instituciones estatales o semiestatales que ofrecen una relativa estabilidad en un mundo de votantes inestables. Paralelamente, proliferan y ganan credibilidad prácticas y órganos no democráticos, de forma que estamos asistiendo a la aparición de una idea de la democracia a la que se está despojando de su elemento popular. “Gobernando el vacío” sintetiza años de trabajo científico y crítico sobre el final de un periodo de lo que hemos conocido como gobierno democrático, una historia que nos atañe a todos.
En su libro, el irlandés Peter Mair evalúa cómo en los últimos tiempos las élites políticas están remodelando como una clase profesional homogénea, refugiándose en instituciones estatales o semiestatales que les dan una relativa estabilidad en un mundo donde los votantes son cada vez más inestables. Un mundo donde van ganando papel y credibilidad, prácticas y órganos no democráticos, por lo que aunque se preserva una democracia formal -elecciones cada cierto tiempo- está vaciando a aquella del componente de participación y de control popular. Especialmente interesante en este sentido, es el análisis que hace Mair sobre el sistema político de la Unión Europea, donde el tema no es de déficit democrático, sino de intentar fijar un marco de toma de decisiones donde la participación popular, la decisión col colectiva no tenga ningún papel. Un sistema perfectamente pensado de estructuras tecnocráticas de representación indirecta, donde los estados están transfiriendo de manera voluntaria las atribuciones que se tomen las decisiones sobre las cuestiones fundamentales que se quieren sustraer de manera consciente del pronunciamiento ciudadano. Política hecha por las élites y sin interferencias de unas clases populares consideradas “ignorantes” y poco preparadas para las decisiones trascendentes. Una especie de despotismo tecnocrático que restringiría la participación colectiva a cuestiones menores y reduciría la política “nacional” a una especie de teatrillo de distracción. Cuando los partidos y los políticos se retiran de la sociedad civil hacia el ámbito de las “responsabilidades” de Gobierno y de Estado, desaparece la política hacia las manos de una “clase gobernante”.
Ausencia de líderes
En la actualidad, parece existir una cierta nostalgia por los grandes líderes. No tenemos a mano un Kennedy, un Schmidt o una Thatcher que arrastren a las masas de votantes hacia posiciones supuestamente beneficiosas pero increíblemente duras. Nuestra democracia, en especial la europea, carece de líderes de esa clase. En Estados Unidos aún surgen, de vez en cuando, figuras discutibles pero totémicas —lo fue Obama, que después ha resultado ser un buen presidente de lo más ortodoxo—, pero en Europa, nada. Se podría pensar que si no tenemos líderes de la talla de los del pasado es porque ya no hay hombres y mujeres de esa pasta. Pero es más probable que nuestra sociedad no quiera líderes fuertes, algo autoritarios y un poco proféticos, aunque diga echarlos de menos.
Esto no tiene por qué ser malo y en cierto sentido puede que hasta sea más democrático. Parece evidente que los ciudadanos tenemos preferencias cada vez más dispares, estilos de vida más diferenciados, creencias menos homogéneas. Y eso dificulta los grandes liderazgos. Hoy, un partido de izquierdas no puede confiar en llegar al poder solo con el voto de los trabajadores industriales, del mismo modo que a uno de derechas no le bastará con el de la pequeña y la gran burguesía católica. Las preferencias se han fragmentado y los partidos catch-all (atrapalotodo) tienen que seducir a gente tan dispar para que los vote que su identidad ideológica está cada vez más desdibujada. ¿Cómo se articula un discurso político si cada partido y cada líder tienen que seducir al mismo tiempo a ateos y creyentes, desempleados e indefinidos, funcionarios y emprendedores? Es casi mejor no liderar, sino ir tras esos grandes nichos de votantes hasta que la ambigüedad resista. Y la ambigüedad, por lo que hemos visto en las últimas elecciones españolas y en el teatrillo que hace las veces de negociación para formar gobierno, resiste razonablemente bien. Todo los partidos están a favor de lo bueno y en contra de lo malo. Toda indefinición programática es buena. Luego, si gobernamos, ya veremos.
El caso español
Parte de todo esto lo cuenta Peter Mair en su extraordinario estudio de ciencia política. Según Mair, los votantes nos hemos vuelto cada vez más caprichosos, más volátiles y menos fieles a los partidos que votamos, y los políticos, que son cada vez más una élite profesionalizada, ya no pueden dar nada por hecho. Aunque, por supuesto, sigue habiendo patrones más o menos predecibles, es difícil saber a quién vamos a votar según nuestro origen social o nuestra formación. Por eso, ahora los políticos viven obsesionados con la comunicación y los ciclos electorales y tienen muchas más dificultades para liderar y para hacer políticas arriesgadas: simplemente, no saben con qué apoyos contarán en las próximas elecciones. Décadas atrás, un líder socialdemócrata o democristiano podía asumir que sus votantes tragarían con políticas incómodas por fidelidad al partido, por una vinculación con él que iba más allá de lo coyuntural y pasaba en buena medida por lo identitario. Por supuesto, nunca fue del todo así, pero ahora aún menos.
“Y como consecuencia de eso –escribía recientemente el critico y estudioso Ramón González Ferriz– también los propios partidos están más fragmentados que nunca, aunque en este punto muchos científicos sociales discrepen. Las formaciones políticas han sido siempre coaliciones de intereses hasta cierto punto distintos, de diversos matices ideológicos y de corrientes con diferentes prioridades. Pero hoy más. Y si volvemos a la España actual, es posible que se estén convirtiendo en instituciones ingobernables. En buena medida… sí, porque carecen de líderes fuertes. Los liderazgos de Mariano Rajoy, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias están muy cuestionados dentro de sus propios partidos o coaliciones a pesar de que el primero es el presidente del Gobierno, el segundo fue escogido por la militancia de su formación hace muy poco y el tercero parecía un cirujano de hierro hasta que se constituyó el Congreso. El caso de Rivera es exactamente el contrario: su liderazgo es tan fuerte que en su partido apenas hay dos o tres figuras con peso político además de él y Ciudadanos se parece demasiado, a pesar del talento que tiene en sus filas, a un proyecto personalista. El hecho de que los dos grandes partidos de izquierdas, PSOE y Podemos, hayan ideado sistemas para que sus barones o su militancia deban ratificar las decisiones tomadas por sus líderes es una muestra clara de que estos son liderazgos ambiguos y limitados. Quizá sean más democráticos, pero quizá también sean insostenibles”.
“La era de la democracia de partidos ha pasado”, afirma Mair en la primera línea de su libro. Ojalá eso sea una exageración, porque no conocemos otra forma de democracia que la de partidos, y los partidos siempre han necesitado líderes que sepan detectar con su olfato no tanto lo que la sociedad cree necesitar, sino lo que la sociedad en realidad necesita, sin romper con ello el siempre frágil e irrenunciable mandato democrático: líderes que siguen a sus seguidores, pero no demasiado. Parece claro que estamos en una era de liderazgos menguantes. No descartemos que nos vaya bien. No lo demos por sentado.
¿Fin de la era de los partidos?
Para el sociólogo Fernando Vallespín, este libro “es una de esas escasas joyas que han aparecido en ciencia política estos años, y viene de uno de los más destacados politólogos europeos. Es el feliz legado de alguien que falleció inesperadamente antes de publicarlo, que siempre se caracterizó por un trabajo bien hecho, un académico honesto que aquí nos espeta sus grandes dudas sobre el cariz que toman las democracias contemporáneas”.
Comienza el libro de forma enigmática: “La era de la democracia de partidos ha pasado”; hemos entrado en una nueva fase de la democracia liberal en la que sus principales agentes dan síntomas de agotamiento. El “vacío” al que se refiere el título es la galopante crisis de representación, la creciente falta de conexión de los partidos con su electorado tradicional. “Hasta aquí de acuerdo. La dificultad – aclara Vallespín– comienza a la hora de buscar las causas de esta situación y si hay o no equivalentes funcionales de estas organizaciones que eventualmente puedan suplir ese espacio vacante. Porque, sin partidos que funcionen, no hay democracia. Respecto a la primera cuestión sí se nos ofrecen respuestas más que verosímiles; no así en lo que atañe a la segunda”.
El diagnostic de Mair se fija en las dos partes de la ecuación, los ciudadanos y los partidos. Aquellos ya han dejado de ser esos leales votantes dispuestos a hacer valer preferencias estables. Ahora se refugian en formas de vida individualizadas, privatistas, ajenas a lo público y configuradas a partir del paradigma del consumo político. Ejemplos de ello son el menor interés por lo político, la volatilidad y la menor participación electoral, algo favorecido por la contumaz pervivencia de las mismas políticas a pesar de la alternancia en el poder de partidos diferentes.
Del otro lado, estaría la correlativa retirada de las élites políticas de su soporte en las bases a favor del partido en el Parlamento o el Gobierno, y el predominio de los “partidos de cártel”, casi indistinguibles ideológicamente entre sí a pesar de la fiereza con la que pueda disputarse la competición electoral. Siempre asistimos a una “gran coalición” de facto. Esto crea, a su vez, una creciente interpenetración entre Estado y partidos y hace que aquellos devengan en férreas organizaciones marcadas por una profesionalización tecnocrática más pendiente de su supervivencia y sus beneficios que de conectarse con las necesidades de su electorado.
Adiós a un gigante
“Es difícil encontrar un estudioso de los partidos políticos que no admire la lucidez y sagacidad con que Peter Mair supo comprender y describir los cambios que se estaban produciendo en la política de partidos de las últimas décadas del siglo XX. Su trabajo es seguramente uno de los más influyentes en este campo en los últimos 20 años”, se decía en el obituario publicado por el Centro de Investigaciones Políticas.
En Leiden, en Florencia – los últimos lugares donde trabajó –, y en realidad dondequiera que fuera, era el tipo al que todos querían escuchar. “Su forma de ver, de entender, de explicar los acontecimientos y los procesos de la política era siempre original, brillante y sencilla a la vez. En un ambiente donde muchos viven de repetir sus dos o tres líneas, Peter sorprendía siempre con sus novedosas, aunque siempre igualmente fundadas y consistentes interpretaciones”.
Peter era el profesor con quien todos los alumnos querían cursar, a quien querían tener como supervisor. Era, también, con el que todos los colegas querían trabajar, tanto como ir a cenar o a tomar una cerveza para charlar de política, de libros, de música, de cultura en general. Sus libros lo dicen todo.